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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

El Combate Perpetuo (11 page)

BOOK: El Combate Perpetuo
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En Buenos Aires Elizabeth también padece la soledad. El Gobierno ha cancelado los sueldos de su marido y las rentas que le quedan son exiguas. Sin parientes, sin amigos, sin noticias de Guillermo, solicita un pasaporte para viajar a Inglaterra, a casa de su familia. El Director Supremo rechaza el pedido; la familia de Brown permanecerá como garantía hasta que él regrese. Pero... ¿y si no regresa? ¿Y si muere? Si muere, el Gobierno incautará todos sus bienes. ¿Cuánto importan sus agotados bienes, ya? En una carta a una amiga, la atribulada mujer le confiesa que "no hallando aquí cómo mantener a mis pobres hijos, me determiné a volver a Inglaterra y arrojarme en los brazos de mis amigos y parientes quienes, estoy cierta, no me dejarán faltar nada y me asistirán en todo (…). Mi marido ausente, dos hermanos más con él y sin saber de su existencia, ni tener a mi lado partido que tomar (…). De este modo, ya ve usted, nada me podía detener aquí hasta saber de él; para el caso de llegar la noticia de su pérdida, yo con mis desgraciados hijos nos veríamos expuestos a las mayores miserias; el Gobierno no tiene derecho ninguno para detenerme, pues (...) sé muy bien del modo que han sido pagados los anteriores servicios de mi marido y ellos no ignoran lo peligroso en sumo grado que es la expedición en que se ha metido".

A principios de enero de 1817 Elizabeth Brown y sus hijos logran esquivar la vigilancia que se ejercía sobre sus desplazamientos y embarcan clandestinamente en la corbeta
Amphion
, rumbo a Gran Bretaña. Estos siete años vividos junto al Río de la Plata cargan más penas que alegrías.

Guillermo cursa la tormenta de la enfermedad, falto de adecuada asistencia y consuelo. Mientras su esposa navega a Inglaterra ignorando su estado y paradero, él se arrastra por las antesalas de la muerte. No puede valerse de sí mismo para sorber agua o llevarse a la boca un alimento. Terminará en las Antillas, donde pasó su juventud, y el cadáver será alimento de los gallinazas. A mediados de enero de 1917 comienza a sentir uno ligera recuperación. No sabe cómo ni quiénes lo conducen a unos baños termales donde mejora bastante. Poco a poco recupera la lucidez. Convaleciente aún, solicita al gobernador y al juez que posterguen la venta de la
Hércules
hasta que arriben nuevas instrucciones de Inglaterra. El asunto lo obsesiona e irrita en extremo. Pero sus esfuerzos resultan vanos. Se entera de que la fragata fue etiquetada como presa del día y el cargamento se vende a bajo precio. Brown dirige una nota protestando contra la tasación y las actuaciones, sin obtener respuesta, "tal es la confabulación que existe entre ellos —afirma—. ¡Que Dios tenga misericordia de los infelices que caen en sus garras!" Se las arregla para asistir a la venta. Camina con muletas, no se resigna a perder la nave que es un símbolo de la epopeya naval sudamericana. ¡Qué hermosa estaba la
Hércules
cuando entorchada de heridas emergió del humo para entrar victoriosa en Montevideo! ¡Cuánta magnificencia tenían los colores de la revolución cuando sus mástiles los tremolaron en el Pacífico!

El teatro de la venta le produce" disgusto y espanto".

"Mi salud necesita muchísimo un cambio de clima".

Su cuerpo, en efecto, está debilitado, agotado, por efecto de las enfermedades, el poli traumatismo, la escasa alimentación, el sufrimiento moral.

Varios meses después consigue embarcar rumbo a Inglaterra. Esta vez lo hace pertrechado de la documentación necesaria para entablar juicio al miserable taimado de James Stirling.

No sabe qué le espera en Londres; en Londres no saben quién acaba de llegar. Frente a la severa casa de ladrillos de los Chitty se detiene un coche tirado por caballos enjaezados con arneses brillantes. Se abre la portezuela y desciende un caballero flaco, ojeroso, de pelo encanecido, que se apoya en un bastón. De la casa, al reconocerlo, surge una bandada de niños y, entre ellos, Elizabeth. Junto a la verja se abrazan y lloran.

XV

El escudo que decora el edificio donde sesiona la Corte del Almirantazgo produce veneración entre los que confían en su justicia... porque no han tenido que apelar a ella. A esta conclusión llega en algunos meses el recompuesto coronel de marina Guillermo Brown. En efecto, el juicio que ha iniciado contra la infame resolución de los tribunales de Antigua se desarrolla morosamente. Sus razones son tan claras y fuertes que sólo motivos extrajudiciales pueden postergar tanto el fallo.

Sus parientes le gastan bromas sobre los años vividos junto al Río de la Plata, su crucero en el Pacífico y la pérdida de su nave: ¿ésa era la vida de tranquilo comerciante que se proponía llevar en "el fin del mundo"? Brown ha madurado. Se toca la pierna: su fractura es testimonio indeleble de un triunfo justiciero en el Atlántico sur. Su nombre se convirtió en grito de batalla, en símbolo de la libertad. A lo largo del Pacífico lo combatieron los realistas, es cierto, pero lo bendijeron los criollos oprimidos. Ya no podrá ser un navegante desprovisto de causa; preferiría dedicarse a la huerta. —¿Qué significa "causa"? —preguntan.

Y Brown contesta: —Causa, por ejemplo, es lograr la Independencia de Sudamérica y después contribuir a mantenerla.

Elizabeth comprende a su marido. Pero quisiera no entenderlo para oponerle mejor resistencia. Sospecha hacia dónde huyen sus pensamientos cuando mira con fijeza los visillos de la ventana. Sospecha qué barrunta cuando sale a caminar solo.

—¿Quieres volver, Guillermo?

Guillermo contrae los labios, traga saliva. Sí, quisiera volver a Buenos Aires, extraña Buenos Aires, extraña a esos malditos que trataron a su familia con tanta desconsideración.

—¿Sabes lo que te espera? ¿Sabes que no te han perdonado, que nunca te perdonarán? ¿Sabes que te llamaron extranjero, traidor, aventurero, pirata?

Sí, lo sabe; sus ojos azules no brillan, sus dedos dibujan navíos en el mantel. En Londres circulan noticias deprimentes: los patriotas no consiguen el triunfo total y los españoles se alistan para llevar a cabo una represalia abrumadora. Las tierras emancipadas se deslizan hacia al caos, sin aliados, ni líderes, ni recursos suficientes. Londres mantiene contactos plurales y ambiguos, el futuro es incierto.

—¿Estás seguro de volver, Guillermo? ¿No nos entregamos a otro sacrificio inútil?

—Sacrificio puede ser, Eliza; inútil, no. Mi tío, si pudiera hablar, estoy seguro que me traería un ejemplo de la Biblia: diría que he nacido en tierra de esclavos y después he conocido la libertad; no debo traicionar la libertad, ahora que he recuperado la lucidez.

Le escribe a Bernardino Rivadavia, en misión diplomática por Europa. Su planteo honesto recibe pronta respuesta: "... para responder dignamente a la sinceridad que se ha dignado exigirme, no debo disimular que las circunstancias que intervinieron a su salida del puerto de Buenos Aires, la falta de comunicaciones, la poca correspondencia entre sus instrucciones y su derrota, uno que otro dato que arroja desgraciadamente el expediente y la mal aconsejada evasión de su familia de la capital de nuestro Estado, lo ponen a usted en la necesidad y el deber de volver pronto, por su honor". Rivadavia le aclara que él, personalmente, no necesita explicaciones ni gestos de Brown para comprender su honestidad y lealtad, y agrega: "por mi parte, nada dejaré de hacer" para solucionar el desagradable embrollo.

Brown confía a Hullet Hnos., que se desempeñan como agentes del Gobierno argentino, la prosecución de su juicio en el Almirantazgo para recuperar la inolvidable
Hércules
. En una carta le adelanta al Director Supremo su disposición de regresar, "esperando con la verdad y justicia de mi parte, rendir cuenta satisfactoria de mi conducta y operaciones".

XVI

Corre el año 1818. José de San Martín ha librado la decisiva batalla de Maipú y se dispone a culminar su campaña emancipadora. El presidente Monroe adquiere tierras en la africana Liberia para la American Colonization Society. Bernadotte asume el trono de Suecia con el nombre de Carlos XIV. Brackenridge escribe su notable y pintoresco
Viaje a la América del Sur
. Napoleón sigue encadenado a la roca de Santa Elena. David Ricardo lanza sus
Principios de economía política
. Beethoven compone la
Missa Solemnis
. Schopenhauer publica
El mundo como voluntad y representación
. Simón Bolívar reorganiza sus fuerzas... Y el coronel de marina Guillermo Brown, tras su esperanzado retorno a Buenos Aires, es arrestado y encarcelado en el cuartel de Aguerridos: el gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata ha decidido hacerle pagar su desobediencia, contrariamente a lo prometido por Rivadavia y calculado por la lógica.

Brown había nacido en 1777 en el pueblito irlandés de Foxford, bajo secular opresión inglesa. A los nueve años su padre lo llevó a Filadelfia, Estados Unidos, para buscar un horizonte más benévolo y traer después al resto de su familia. Pero allí quedó huérfano y desamparado, lejos de su madre y sus hermanos, lejos de su valiente tío cura, lejos de las referencias que lo habían moldeado. Lo rescató una nave americana, donde invirtió su adolescencia en descubrir los secretos del mar. Simultáneamente aprendió también las artes de la guerra y luego bebió la hiel de nuevas injusticias. Fue apresado por los ingleses y convertido en botín de leva. Aparecieron los franceses que, en lugar de liberado por haber sido un cautivo de Gran Bretaña, lo confinaron en una mazmorra. Fugó, volvieron a encarcelado y volvió a fugar. Cruzó el Rhin y pudo llegar a Londres, capital del imperio que lo había agredido dos veces, pero con el que estaba unido por lazos de idioma y múltiples tradiciones. Ingresó en la marina mercante de Inglaterra. Conoció a Elizabeth Chitty, con quien se casó. Y produjo asombro entre sus nuevos parientes al comunicarles su decisión de radicarse junto al Río de la Plata, en "el fin del mundo", para alejarse de una Europa incendiada por las guerras. Pero en la remota Buenos Aires presenció la Revolución de Mayo y se presentificaron con energía los anhelos de libertad que habían soplado en su infancia. Aún trató de mantenerse como un pacífico comerciante llevando mercaderías al Brasil, pero los artilugios legales lo dejaron sin barco ni mercaderías. Regresó a Inglaterra para reaprovisionarse y volver a Buenos Aires: algo poderoso, aún desconocido, lo ligaba con las nacientes Provincias Unidas.

En efecto, tras su retorno al Nuevo Mundo comienza a brindar servicios que ya no tienen como objetivo el comercio, sino la emancipación americana. Su talento naval descolla tanto que el Director Supremo lo designa comandante de la nueva y precaria escuadra. Triunfa en los aguerridos combates de Martín García y luego, en 1814, consigue someter el último baluarte realista en el Atlántico sur. Brown es un héroe admirado e indiscutido de la naciente nación. Le confían entonces organizar un crucero por las costas del Pacífico para agrietar el poderío realista en Chile y Perú. Pero sólo organizado: exigen por razones oscuras que él permanezca en tierra. Brown se cansa de las intrigas, las falsas promesas y la ingratitud. Pero en realidad lo quema el llamado de la aventura. No puede frenar su deseo de comandar el crucero. Y, entre justificativos diversos que ofrece a su mujer y también a sí mismo, trepa a la nave capitana y ordena zarpar. El Gobierno, desconcertado, hace esfuerzos por llamarlo a la reflexión. Brown no acepta retroceder, asume los riesgos que implica esta frontal desobediencia —no era el único que las cometía en esos años caóticos—, y se lanza hacia las aguas australes para cruzar hacia el Pacífico. Su tarea de corsario se sobrecargó de peligros y en varias ocasiones estuvo muy cerca de perder todas sus naves y también la vida. Pero infligió al poder realista humillaciones inéditas, como sitiar la fortaleza del Callao durante más de veinte días y haber casi conquistado la estratégica Guayaquil. Su presencia agitó el espíritu revolucionario desde los hielos del sur hasta el Ecuador.

Pese a estos servicios, no puede retornar a Buenos Aires porque allí el rencor por su desobediencia es más significativo que sus servicios a la revolución emancipadora. Venciendo el hambre, las enfermedades y una torturante nostalgia, pasa de largo la ingrata costa argentina donde supone que le lloran y extrañan su mujer y sus hijos, y navega hasta el Caribe. Pero en vez de encontrar ayuda entre los hombres que hablan su misma lengua natal, es objeto de una vil rapiña. Los ingleses que dominan —muchas islas del Caribe lo estafan y abandonan en una playa semidesierta, casi como si ya fuese un cadáver. La encefalitis lo pone al borde del fin. Después, durante la convalecencia, sufre un poli traumatismo. Se salva por milagro y, convencido de que nada logrará en esas islas, logra embarcar rumbo a Londres, la capital de un imperio tan poderoso como contradictorio, porque al menos allí obtendrá el apoyo de sus cuñados. Lo golpea la sísmica sorpresa de encontrar a Elizabeth y sus hijos, quienes la habían pasado mal durante su larga ausencia y debieron fugar de Buenos Aires.

Pese a todo, Brown retorna. Se cree protegido por algunas promesas, por la carta de Rivadavia, por centenares de bravos marinos, por la sensatez.

Pero el pueblo no lo espera en la Alameda —como ocurría tras sus resonantes batallas— ni el Gobierno le manda un carruaje oficial. Llega con su familia como cualquier desconocido. Pero ya sabemos que no es un desconocido, sino un sublevado. Sin consideraciones a sus sobrados méritos, lo encierran en un cuartel. Resulta increíble: a las numerosas injusticias que han eslabonado sus días desde que era pequeño se suma esta nueva, mayúscula, casi más gravosa que todas las anteriores. ¿Es posible tolerar tanto? No, no es posible. Guillermo Brown enferma en prisión. Le acosan dolores en el hígado y el estómago; su piel se torna amarillenta. El defensor solicita que, debido a su estado, le sea conmutada la prisión en el cuartel por un arresto en su domicilio. Lo hacen examinar por el director del Instituto Médico Militar, pero la Comisión Fiscal rechaza la solicitud; lo autorizan, en compensación, a pasearse por el cuartel: opinan que con algo de ejercicio mejorarán sus males.

A la encendida defensa preparada por el coronel Mariano B. Rolón se opone el fiscal de la causa, sargento mayor Matías de Aldao, quien exige "embargo y venta de los bienes que se le encuentren", Guillermo Brown, arrimando los labios a su confesor, exclama:


This is a great country, but, what a pity, there are many blackguards!
[1]

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