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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El camino mozárabe (34 page)

BOOK: El camino mozárabe
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El conde que gobernaba la ciudad en nombre del rey nos alojó en su palacio, que era un edificio regio, grande y hermoso, dotado de unos magníficos baños y unas estancias amplias y luminosas.

A las doce del día siguiente a nuestra llegada, el obispo celebró una misa solemne en la iglesia mayor. Después se ofreció un banquete en el patio de armas del castillo. Fuimos todos los miembros de la legación: cristianos, musulmanes y judíos.

La comida era espléndida, realizada a partir de carnes asadas de todo tipo. Y esto provocó un incidente que a punto estuvo de convertirse en un conflicto que hiciera peligrar nuestra misión.

Al inicio de la comida se sirvió vino, acompañado por almendras fritas en miel, tasajos de carnero y queso añejo de oveja. De momento, todo resultó muy bien; cordial y amigable. Sentadas a la mesa, sonrientes y calladas, las damas estaban atentas a todo, mientras se iba aflojando el ambiente, que, como es natural, al principio fue un poco tenso; pues no es muy normal en Córdoba que las mujeres compartan el almuerzo con los varones. Pero Hasday ya tenía prevista esta circunstancia y había aleccionado a los comensales de nuestro grupo para que no tuviesen ninguna reacción extraña.

Sin embargo, no pudo prever algo del todo inesperado: entre las viandas del banquete había lechones asados. No eran muy grandes y los presentaron enteros, sin despiezar, dorados en el horno de pan, entre manzanas y ciruelas. ¡Algo del todo repugnante! Si he de decir verdad, me sobresalté, porque al verlos se me representó la imagen de unos niños cocinados. Para quien no está acostumbrado a ver cerdos, su aspecto resulta bastante perturbador. Aunque debe comprenderse que en aquellas tierras fuera algo normal, puesto que no hay ninguna prohibición entre cristianos que impida comer puerco.

Los musulmanes, cuando vieron aquello, se retiraron de la mesa gritando:


¡Kanzir, kanzir!
¡Cerdo, cerdo!

Y también los judíos se pusieron de pie y se apartaron ofendidos.

Luego se hizo un espeso silencio, en el que las miradas se cruzaban interpelantes, anhelosas, tratando de hallar el sentido de aquella situación.

El conde que gobernaba Zamora se llamaba Diego Álvarez; un hombre bastante grueso, barbado y tranquilo. En vez de enfadarse por esta reacción, se echó a reír con ganas, y su risa se contagió al resto de los comensales.

Pero el obispo de la ciudad, que era un hombretón altísimo, de melenas grises y la palidez de quienes viven encerrados, se puso de pie e inició un discurso para instruir a los presentes.

—Nada de lo que el Todopoderoso ha creado se puede considerar impuro —dijo—. Y ofende al Creador que rechacemos los alimentos que nos ha dado para nuestro sustento. En el Libro de los Hechos de los Apóstoles, en el capítulo décimo, se narra la visión que tuvo san Pedro, el príncipe de los apóstoles, en la que Dios le mostró un mantel grande bajando del cielo por sus cuatro puntas a la tierra, en el cual había toda clase de animales cuadrúpedos, reptiles de la tierra y aves del cielo, y Dios le dijo: «Come». A lo que Pedro respondió: «De ninguna manera, Señor; nunca he comido nada profano o impuro». Entonces la voz le habló por segunda vez: «Lo que Dios ha declarado puro, tú no lo conviertas en profano». Y esto se lo repitió hasta tres veces. Luego no hay animales impuros, y el cerdo debe comerse. He dicho.

Perplejos, los musulmanes y judíos parecían no comprender lo que el obispo había querido explicarles con esta perorata. Y el conde, de manera muy expresiva, arrancó la pata de uno de los lechones, le dio un bocado y, con toda la boca llena, exclamó:

—¡Está buenísimo! No hace falta echar sermones para convencerles; bastará con que lo prueben. ¡Hala, a comer, que se enfría y no es lo mismo!

El empeño de Diego Álvarez no consiguió sino ofender aún más a los musulmanes y judíos, que, con movimientos de negación de sus cabezas y las caras sombrías, decían:

—¡
Kanzir
no! ¡No
kanzir
! ¡No, no, no…!

Entonces Hasday, que permanecía muy serio observando lo que sucedía, tomó la palabra y dijo con circunspección:

—Señores, en efecto, el cerdo debe de resultaros muy rico, puesto que lo habéis servido como un manjar para regalarnos. Estamos verdaderamente agradecidos. Pero también hay aquí ternero asado, cordero y aves. Debéis comprender que nosotros nunca nos hemos sentado a una mesa en la que estuviera el cerdo. Os ruego que no os ofendáis. Me confío a vuestra buena voluntad y os ruego que retiréis el puerco para que todos podamos disfrutar del banquete sin que nadie se sienta incómodo. ¿Es mucho lo que pido?

Se hizo un espeso silencio, en el que todas las miradas estuvieron clavadas en él durante un rato, y que duró hasta que una voz femenina, aguda y cantarina, se alzó para decir:

—¡Quisiera contar algo! ¿Puedo?

Todos los rostros buscaron entre los comensales a la mujer que había hablado; la cual, tímidamente, se había puesto de pie, colorada y sonriente, con una mirada chisposa, brillante.

—Habla, hija mía —otorgó el conde—. Di lo que consideres oportuno.

Ella tomó aire, hinchó el pecho firme y dijo:

—El conde Álvaro aben Hamid, mi querido abuelo y padre del conde Diego Álvarez, mi padre aquí presente, había vivido en Córdoba toda su vida, hasta que un día, cuando contaba más de cincuenta años, se vino hasta aquí para refundar esta ciudad, que había quedado abandonada y relegada en la Tierra de Nadie a causa de tantos conflictos entre los cristianos y los agarenos. ¿No es así?

—Así fue, en efecto, hija mía —contestó el conde—. Por entonces yo ya había nacido y mi padre nos trajo a Zamora a toda la familia. Y con nosotros vinieron muchos cristianos de Córdoba para hacerse cargo de la ciudad y su alfoz.

—Pues bien —prosiguió la hija—. Aquel abuelo mío, Álvaro aben Hamid, que era un buen cristiano, todo sea dicho, jamás en su vida probó el cerdo. ¿No fue así?

—Jamás lo probó, ciertamente —asintió el padre—. Porque el conde se había criado en aquella tierra de mauros y, como allí no se crían cerdos… ¡No tenía costumbre!

—No se crían —observó ella—; mas aquí sí se crían y se criaban cuando todavía vivía el abuelo y, no obstante, se negó a probarlo y murió sin que un solo pedazo de puerco entrase en su boca.

El grueso Diego Álvarez se quedó pensativo mirando a su hija con aire de asombro. Luego soltó en el plato la pata del cerdo y les ordenó a los criados con un vozarrón:

—¡Retírense todos los lechones!

Vi cómo Hasday, frente a mí, suspiraba aliviado y, con un casi imperceptible gesto de sus ojos, me transmitía la angustia que había sufrido.

En todo caso, aquel incidente dio pie a que los zamoranos nos contaran muchas cosas de la refundación de la ciudad de Zamora. Como había referido el conde Diego Álvarez, era una ciudad antigua, que en los últimos tiempos de guerras estuvo abandonada y a merced de los bandidos de la Tierra de Nadie; hasta que hacía unos cincuenta años, después de ser conquistada a los agarenos por el rey Alfonso I, se repobló con gentes venidas desde al-Ándalus, cristianos de Córdoba, Toledo, Coria y Mérida. Estos habían construido la fortaleza y reforzado las murallas. Ahora, después de la victoria del rey cristiano de León en la batalla de Simancas, estaban eufóricos porque, tras largas décadas de incertidumbre, amenazas y asedios, se les prometía un futuro más pacífico y venturoso. Por eso estaban muy contentos de tenernos allí, porque veían en nuestra embajada la posibilidad esperanzadora de un pacto entre el califa y el rey Radamiro que les asegurase una mayor tranquilidad y la posibilidad de poder progresar en aquellas vegas fértiles.

Tal era su interés en que nuestro viaje a León diera el fruto deseado que el conde se ofreció gentilmente a acompañarnos y guiarnos hasta la ciudad regia cristiana; ya que, según decía, en la siguiente etapa del camino podrían salirnos al paso hombres belicosos que odiaban a los mauros y podían causarnos algún perjuicio grave.

El banquete prosiguió, amigable, entre animadas conversaciones, hasta que fue cayendo la oscuridad sobre la plaza de armas del castillo. Luego, aunque encendieron antorchas y arrimaron unos braseros con ascuas, la tertulia languideció. Entonces los invitados empezaron a retirarse para descansar. No así yo, que tenía tal curiosidad y tal avidez de conocer más y más cosas que permanecí allí a la mesa con los últimos, sin perder ripio de cuanto se decía. A fin de cuentas, aquel viaje era mi gran oportunidad y consideraba que era mi obligación exprimirlo al máximo.

Ya a última hora, cuando no quedaba ningún judío ni musulmán en la francachela nocturna que se formó con la llegada de unos músicos, las damas fueron a las cocinas y recalentaron los lechones en el horno. Sería por la oscuridad, pero ya no me pareció aquella carne asada tan repugnante. Así que lo probé y, en efecto, me resultó delicioso. Entonces di gracias a Dios y le felicité por la buena idea que tuvo presentándole aquel mantel a san Pedro.

45

El viaje de la reina Goto

Venerable hermano mío, Gemondo, ¿por qué Dios permitirá que yo sea tan débil? Como te contaba, al estar delante del sepulcro de Paio me invadió una sensación de pérdida y amargura no deseada por mí y, como si las tristezas del pasado, con todas sus derrotas y pesares, me envolvieran como una nube, me eché a llorar provocando el asombro de la abadesa Columba. Allí estuve, derrotada y sin fuerzas, caída sobre la piedra durante un rato. Hasta que logré alzarme y, a través de las lágrimas, como si fueran torrentes de agua, advertí la expresión de perplejidad en ella, que me miraba muy quieta.

—¡Perdón, perdón…! —supliqué avergonzada—. Me he dejado vencer por la pena.

No sé si ella lo comprendió, pero obró regalándome lo único que yo necesitaba en aquel momento: un abrazo, fuerte, largo, intenso… Tras el cual me dijo con mucha serenidad, mirándome fijamente a los ojos:

—Hermana mía, has hecho un largo viaje… Peregrinar es así; fatigoso, contingente, inseguro… Pero, cuando se llega al destino, brotan muchos sentimientos, no te avergüences por llorar; las lágrimas lavan muchos pecados y desahogan el alma.

Aquel primer día transcurrió de manera muy extraña. No quería yo apartarme de la proximidad del cuerpo del santo muchacho. Fui varias veces durante la jornada a la basílica de los Tres Santos; me arrodillaba, oraba, lloraba y… ¡Recordaba! Recordé muchas cosas de mi vida pasada: acontecimientos, felices unos y desdichados otros, que creía haber dejado atrás hacía mucho tiempo. ¿Por qué retornaban a mí precisamente en aquel lugar? ¿Por qué me desconcertaban los recuerdos?

Hice un esfuerzo, hermano Gemondo, para traer a mi memoria tus sabias enseñanzas. Como tú me has dicho tantas veces, la causa más corriente por la que perdemos la paz del corazón es el temor que nos suscitan ciertos estados que nos afectan personalmente; porque nos sentimos amenazados por ellos, así sucede con las dificultades y las humillaciones pasadas en la vida, con el temor a sufrirlas de nuevo; el miedo de no poder llevar a cabo nuestras ilusiones… Resulta doloroso sentirse tan frágil, tan dependiente de esos bienes variables: fuerzas, juventud, salud…; la estima, el afecto hacia determinadas personas; o incluso los bienes espirituales, lo que deseamos por considerarlo necesario o lo que tenemos miedo de perder o de no conseguir… ¡Y yo había perdido tanto!

Todos esos miedos regresaron a mí repentinamente ante aquel sepulcro, como si allí reposase, frío y muerto, mi pasado. Y poco a poco, aun sin quererlo, yo misma resucité aquel mundo perdido; y los recuerdos empezaron a deslizarse hacia delante, desde su refugio de los años idos.

Durante los tres primeros días que estuve en Córdoba, sin llegar a dilucidar bien lo que debía hacer, anduve vagando por el ruinoso y desabrido monasterio, de una a otra capilla, de la de santa Leocricia a la de los Tres Santos, y todo contribuyó a que concibiera una imagen, tal vez falsa, de la felicidad que creía merecer y que consideraba irremediablemente perdida. Me llegaban desde los jardines el olor dulzón de las flores, los cantos de los pájaros y el rumorear de las fuentes. Pero esos jardines estaban ocultos tras los muros; eran invisibles y acentuaban mis nostalgias, por sentirlos próximos y sin embargo no poder estar en ellos. También me conmovían mucho las diarias ceremonias del rito antiguo, con aquellos aromas de aceite perfumado, cera, incienso, mirto…; el moreno rostro de la gente en la plazuela, delante de la basílica y el soleado encanto de las paredes viejas y desconchadas. En la calle, en mi ir y venir, tropezaba con los mendigos y me saturaba el olor de sus ropas, a suciedad, a carbón y a comida pobre.

Siempre creí ser una mujer fuerte, pero aquella misteriosa ciudad me arrebató mi energía. Me dolía todo el cuerpo y sentía las piernas extremadamente débiles. Llegué a pensar que súbitamente me había hecho vieja y que por tal motivo empezaban a atormentarme los recuerdos. También creía que era capaz de soportar los males propios sin hacer partícipe a nadie de ellos. Pero llegué a estar tan sin fuerzas y tan doblegada que acabé lamentándome amargamente en voz alta delante de Columba.

Ella me escuchó, atenta y compadecida primero, y después se echó a reír con una soltura y despreocupación que me pareció cruel en extremo.

—¡Por el amor de Dios, no te rías de mí! —le supliqué—. No pienses que soy una quejica… ¡Me encuentro muy mal! Me duele todo el cuerpo, los riñones, la espalda, los pies, el cuello… Me siento de repente como una anciana. Creo que nunca antes en mi vida estuve tan mala.

—Es natural —observó juntando las cejas—. Lo raro sería que no te sintieras así.

—¿Cómo que es natural? ¡Soy una mujer fuerte! No alcanzo a comprender lo que quieres decir… —repliqué, completamente desconcertada.

—Hija mía, has hecho un larguísimo viaje —contestó ella riendo—. Es natural que tu cuerpo se resienta.

—Antes he hecho viajes y no estuve tan mal. Además, hace ya tres días que llegué a Córdoba…

—El cansancio no sale enseguida; suele aparecer al cabo de dos o tres días, cuando el esfuerzo ha sido muy grande. El cuerpo se reserva siempre fuerzas, pero finalmente la fatiga es el salario de los viajeros. Una vez hice un largo viaje hacia las sierras del sur, peregrinando para visitar un santuario que está en un monte altísimo. Después me pasó lo mismo que a ti ahora: dolores, desgana, desaliento, incluso tristeza… Todos los peregrinos, no obstante la alegría de haber alcanzado su meta, luego sienten cosas como esas. Lo que pasa es que tú, aunque hayas viajado con frecuencia allá en tu tierra, nunca has estado encima de la mula tantas leguas seguidas: ¡dos largos meses! Es un camino muy largo…

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