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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

El camino mozárabe (24 page)

BOOK: El camino mozárabe
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Nuevamente rompió el hielo el mensajero judío y dijo, con una voz tenue y clara, aparentemente llena de cortesía y humildad:

—Mi señor el rey Radamiro no quiere perjudicar al Comendador de los Creyentes en Allah. ¡Oh, líbrele el Eterno de hacer tal cosa! Así lo siente, debéis creernos…

Badr y Najda se inclinaron a la vez en sus asientos, examinándole con miradas aceradas, como si indagasen profundamente cuánto de verdad y franqueza había en esas palabras…

—Sí, señores —prosiguió sin vacilar Baruj—. Y no quiere el rey de Gallaecia tener en su poder nada que pertenezca al califa y cuya carencia pueda entristecer su alma.

Los ojos del gran cadí brillaron con un repentino interés, que lo desviaron de la prudencia requerida, y preguntó con preocupación y ansiedad:

—¿Qué ha sido del sagrado Corán de Al Nasir?

El judío dio un sorbo de sirope, mirando por encima del borde del vaso de plata, y luego respondió calmadamente:

—Se halla en perfecto estado de conservación. El califa no tiene por qué preocuparse. El Corán es respetado y custodiado por orden del rey Radamiro. Nadie osará poner la mano encima de los libros sagrados del califa.

—¡Allah te oiga! —volvió a exclamar el gran cadí.

—No debéis temer por el Corán —prosiguió Baruj—. Como tampoco por los demás efectos personales de Abderramán: su pabellón, su estandarte, su cota de malla… Todo ha sido tratado con el respeto que merece. También el gobernador de Zaragoza, Al Tuyibí, y los demás magnates que fueron hechos cautivos conservan sus vidas y su salud. Nadie ha osado hacerles el mínimo daño a pesar de que se supo en León que unos desalmados muslimes de la marca asesinaron a doscientos monjes en Coca…

Najda movió furioso la cabeza, diciendo:

—¡Estaría bueno! Esos monjes eran guerreros que soliviantaban a las gentes de la frontera; no eran pacíficos hombres de Dios…

Ante esta réplica, Baruj sonrió y dijo calmadamente:

—No te enojes, gran cadí. Al decir eso no quería ofender, sino únicamente haceros ver que Radamiro está inclinado a la negociación…

Najda empezó a atusarse la espesa barba con gesto nervioso y, de repente, se levantó preguntando:

—¿Qué pide el rey de Gallaecia? ¿Qué quiere a cambio del sagrado Corán, de los prisioneros y de las demás cosas robadas?

Baruj bajó la mirada, bebió otro sorbo de sirope y respondió con voz trémula:

—Esas cosas no fueron robadas…

—¡Di de una vez lo que Radamiro pide a cambio! —insistió el gran cadí.

—Nada, en principio… —contestó Baruj.

—¿Nada? —preguntaron al unísono Najda y Badr.

—Precisemos la cuestión —explicó el judío—. El rey Radamiro solo pide que, en principio, se haga un intercambio de embajadores para iniciar las conversaciones necesarias. Únicamente quiere llegar a un acuerdo que beneficie a todos. Ambos reinos deben enviar sus embajadas. Así no habrá prepotencia por ninguna de las dos partes…

El gran cadí sacudió la mano colérico, mientras chillaba:

—¡Qué osadía! ¿Quién se cree que es ese rey de pastores de cabras?

El hayib, también enojado, pero con cierta mesura, añadió:

—Ese no es el uso seguido hasta ahora. Al rey de Gallaecia le corresponde enviar embajadores primero para suplicar al Comendador de los Creyentes que se les atienda. Radamiro no puede exigir, sino rogar.

Baruj miró con ojos apagados a uno y otro, y pregunto con aire cansado:

—¿Queremos que el Comendador de los Creyentes recupere su preciado Corán?

Najda y Badr se miraron, y en los ojos de ambos asomó la perplejidad.

Baruj entonces, con un tono que insinuaba tener que aceptar la única solución posible, dijo:

—Aquí no se trata de antes o después… Esos embajadores deben partir en la primera luna de primavera. Se trata de conseguir la mutua confianza antes de cualquier negociación.

—¿La mutua confianza? —replicó el gran cadí—. ¿Se puede acaso confiar en el terco Radamiro?

El judío tragó su reseca saliva, apuró el sirope y respondió con aplomo:

—Como prueba de buena voluntad, el rey de Gallaecia enviará con sus embajadores el primero de los siete libros que componen el Corán de Al Nasir.

En los rostros de Najda y Badr brilló la esperanza. Y Baruj, con una voz que se excitaba a medida que crecía en ellos esa esperanza, añadió:

—Esos embajadores que portarán el libro sagrado son hombres de toda confianza. Al frente de la legación vendrá el ministro Musa aben Rakayis, un alto dignatario mozárabe oriundo de Zamora que cuenta con la mayor estima del rey. Con él vendrán a Córdoba importantes magnates de la corte, obispos, condes… Y una reina…

Los ojos del gran cadí y el hayib se abrieron desmesuradamente por la sorpresa y brillaron de inquietud mezclada con desaprobación, como si dudaran de que el judío hablase en serio. Y este, llevándose la mano al pecho, añadió con una extraña tranquilidad:

—Esa reina es nada menos que la serenísima Goto, viuda del propio hermano del rey de Gallaecia. ¿Qué mayor confianza puede pedir el califa?

El hayib Badr no tuvo más remedio que decir con brevedad, parpadeando confuso:

—¿Una reina de la Gallaecia aquí?

—Así es —asintió Baruj—. Por mucho que pueda sorprenderos, así ha sido dispuesto por Radamiro.

El gran cadí dio una fuerte palmada y exclamó:

—¡Qué estupidez!

Mientras tanto, Badr, que seguía atónito, fijó los ojos muy abiertos en el hebreo y murmuró:

—Todo sea por recuperar el sagrado Corán de Al Nasir.

Segunda Parte:
Crónicas de embajadores
31

El viaje de la reina Goto

Mi nombre es Gotona Núñez; uno de mis antepasados, Gutiar Aloitez, fue el primer y último conde de la Gallaecia del que haya memoria, antes de que el rey Alfonso III de Asturias constituyera el reino y se lo entregase a su hijo Ordoño. Mi bisabuela materna, la princesa Arguilona, era de la sangre del cristianísimo rey Pelayo; y el conde Osorio Gutiérrez, mi abuelo, se distinguió en la batalla de Clavijo y vio con sus propios ojos al apóstol Santiago cuando se apareció milagrosamente. Su hijo, mi tío paterno que lleva su nombre, vivió con él hasta su muerte y, por escuchar tantas veces de sus labios aquel relato, se convirtió en un hombre tan piadoso que aun en vida gozó de fama de santo. El conde Nuño Gutiérrez, mi padre, nunca fue a la guerra; permaneció hasta su muerte en nuestros dominios de Vilanova de Mondoñedo, porque, a diferencia del resto de nuestra parentela, siempre fue débil, no ya de espíritu sino de cuerpo, enfermizo, rengo y torpe para el caballo. En cuanto a mí, nací y me crie en el valle del río Masma, entre las masas de los bosques impenetrables; donde es maravilla el húmedo olor de las hojas muertas que cubren la tierra, bajo los cielos encapotados guardianes de la preciada lluvia que hace fértiles los claros, los prados, los huertos, los viñedos… Allí, en los sotos poblados de castaños, que brillan cuando asoma el sol y sus hojas adquieren el tono de las uvas transparentes, las casas y las cercas de piedra gris están separados por el follaje ya maduro e inmóvil de los abedules, que, en otoño, se visten con los tintes rojizos que recuerdan las manchas de óxido sobre la ropa blanca recién planchada. Y los negros troncos de los robles se cubren con un terciopelo de moho verde de extraño y cálido tacto. Es tierra adentro, pero ¡qué cerca se presiente el mar frío, aun al abrigo de los montes!

Dos pasiones, casi olvidadas ya, me permitieron afrontar con valor y felicidad los primeros años de la vida simple de mujer: el canto y la lectura. Fue mi tío Osorio Gutiérrez, al que llaman el Conde Santo, quien se empeñó en enseñarme a leer y escribir junto a los muchachos, porque se le metió en la cabeza que yo debía fundar un monasterio y hacerme abadesa. En eso, como en muchas otras cosas, mi tío fue profeta. Pues, aunque quiso Dios que yo tuviese marido, pasado el tiempo se cumplió lo uno y lo otro: fundé este monasterio de Castrelo de Miño y soy abadesa en él por la gracia divina.

Pero, antes de afrontar esta segunda vida, cuando todavía era una torpe muchacha de quince años, mis mayores me dieron en matrimonio al entonces príncipe Sancho. Esto sucedió en el cuarto año del reinado de su padre, el rey Ordoño II, en los meses que siguieron a la toma por este de la ciudad de Évora. La victoria fue grande y muy celebrada, con festejos en León, donde fue a reunirse la corte y la nobleza de toda la Gallaecia. Estando allí con mi familia, sucedió que el príncipe puso los ojos en mi persona. Se concertaron las nupcias y en el mes de julio de aquel mismo año me fui a vivir con mi esposo y los reyes al palacio de León, donde permanecí hasta que, diez años después, murió el rey. Reinando el hermano de este, Fruela II, que le sucedió en el trono, acaecieron sucesos terribles en la corte que todavía hoy, pasado tanto tiempo, me resulta doloroso en extremo recordar.

Apenas un año reinó Fruela, a quién sucedió su hijo Alfonso Froilaz, cuyo reinado también fue fugaz. El caso es que mi esposo y sus hermanos, legítimos herederos de Ordoño, consiguieron recuperar el trono de León, que acabó siendo ocupado finalmente por Alfonso, que era el mediano de los tres hijos de Ordoño; mientras que al menor de ellos, Radamiro, le correspondió Portocale, con la corte en Viseu; y al mayor, mi esposo, el reino de Gallaecia, hasta el río Miño. Sancho Ordóñez fue ungido rey por el obispo de Compostela y, después de la ceremonia, nos fuimos a vivir a Tuy a comienzos del mes de septiembre de aquel año.

En la paz que siguió a tantas revueltas y años confusos, la vida en el extremo de nuestra querida tierra resultó cálida y diáfana, como es tan propia de esos días de otoño que, en Gallaecia, son la promesa incumplida del verano… Me parecía que reinaba una quietud extraordinaria, la quietud del agua del Miño, discurriendo fatigado hacia su desembocadura en el mar del extremo del mundo, bajo la luz del sol que caía oblicua en el ocaso, otorgando una irradiación misteriosa al contorno de los montes, como si fueran verdaderamente sagrados, árbol por árbol, roca por roca, acantilado por acantilado… Y luego el aura apacible, suave, que removía las hojas en la ribera arrancando de ellas un murmullo pacífico que sosegaba el espíritu.

Ahora bien, a través de todos estos cambios de circunstancias y en lo que a mí respecta, se me habían adherido al fondo del alma un poso de heridas y miedos. Siempre me inquietó el futuro, bien lo sabéis vos, venerable hermano Gemondo. Y todos aquellos temores que ensombrecían el asomo de mi felicidad y que me mantenían permanentemente como en guardia se hicieron presentes de manera implacable cuando murió de repente mi esposo el rey Sancho, el tercer año de su reinado, cuando apenas había cumplido los treinta y cuatro años de edad. Ya no éramos jóvenes ninguno de los dos, pero todavía conservábamos la esperanza de que el cielo nos diera algún hijo. A partir de entonces, mis ilusiones empedernecieron y durante un tiempo me contenté con vivir a solas en el viejo palacio de Tuy, con mis juicios y mis sentimientos…

Hasta que Dios tuvo a bien enviarme auxilio; y lo hizo, como cuando era niña, mediante mi tío Osorio, el Conde Santo. ¡Qué hombre tan preclaro y tan maravillosamente tocado por la gracia! Nada más tener noticia de que yo había enviudado, emprendió viaje desde Vilanova y se me presentó una mañana, cargando con dulces de castaña y su proverbial optimismo. Era tan grande, tan desgarbado, tan soso…, pero ¡tan cariñoso! «Dios sabe sacar bienes de todos nuestros males —me dijo entusiasmado—. Has perdido un marido, pero no te pasarás la vida lamentándote, porque ahora debes ganarte el cielo.» Y a continuación me explicó que las antiguas leyes de la Gallaecia, ya casi olvidadas en estos tiempos raros, mandaban que la reina que enviudase debiera fundar un cenobio, para vivir en él el resto de sus días dedicada a las cosas de Dios. Así lo manda el
Liber Iudiciorum
, siguiendo el dictamen de los santos concilios de la Iglesia. Prescrito y hecho. Pedí permiso al rey y a los obispos correspondientes, buscamos el lugar adecuado y se edificó el monasterio de Castrelo de Miño. Y de esta manera dio comienzo mi segunda vida; esta que Dios me otorga, tan rica, tan diferente y lejana de la otra…

No puedo mencionar en este escrito a todos mis bienhechores y maestros, pues son muchos, pero hay dos nombres que me resisto a omitir: el antedicho Osorio Gutiérrez, mi tío el Conde Santo, y vos, venerable Gemondo, a quien debo tantos sabios y benéficos consejos, como el de no temer, no sentir tristeza ni miedo al futuro, mirar solo adelante y, en medio de la incertidumbre del mundo, vislumbrar en paz que, haga lo que haga, todo estará bien, puesto que intento hacer el bien…

Alentada por la energía y la eficacia de tales pensamientos, emprendí mi peregrinación a Córdoba, con el fin de traer a nuestra Gallaecia las reliquias de san Paio. La memoria de aquel viaje escribo ahora y os la confío, siguiendo vuestra sugerencia; suplicando a mi vez que sea guardada entre los libros de San Pedro de Rocas y, si os parece oportuno, leída en vuestra comunidad, copiada para beneficio de las almas cristianas o, simplemente, dada al descanso del olvido entre aquellas paredes santas.

32

La crónica de Justo Hebencio

Contándose treinta años del reinado de Abderramán al Nasir, sucesor de Abdalah, a los doce años de ser alzado califa y príncipe de los creyentes seguidores de Mahoma, en los desvanecidos tiempos que siguieron a la malograda campaña de la Omnipotencia, una gran embajada fue enviada a la Gallaecia, a los dominios del tirano rey Radamiro, cuyo trono está en León, donde los prados y viñedos miran a los umbríos bosques que se extienden hasta el mar que empieza en el fin de la tierra.

Quiso Dios que yo fuera en aquella comitiva, enviado por quienes por entonces tenían autoridad sobre mi persona. Hoy, pasados veinte años, el venerable obispo de Córdoba, Asbag aben Nabil, me ordena que escriba con detalle todo lo que allí vi, para que se conserve en la gran biblioteca de Medina Azahara la crónica de lo que sucedió durante el reinado de Al Nasir, por expreso deseo de nuestro califa Alhakén, a quien Dios bendiga y guarde su honda sabiduría como premio a su bondad y magnanimidad.

Para lo que voy a referir poco importa quién escribe. Básteme pues decir que mi nombre es Justo Hebencio, siervo de Cristo y sacerdote del monasterio Armilatense, mejor conocido por el vulgo de Córdoba como de San Zoilo, de la regla de san Leandro. Nací y me crie en una familia del barrio cristiano, hasta que a los diez años de edad mis parientes me confiaron al cuidado del reverendo abad Servando y después al de Obdulio, que me enseñaron las letras. A partir de entonces viví siempre en el territorio del monasterio, consagrado al estudio de las Sagradas Escrituras. A los veinte años recibí el diaconado y a los veinticinco, el sacerdocio; ambas órdenes me fueron conferidas por el obispo Julián, a petición del abad Martino. Además de la observancia de la disciplina monástica y el canto, mi mayor tarea fue el estudio de los padres de la Iglesia y la indagación en el significado e interpretación de los escritos antiguos. Hasta el día de hoy, que cuento sesenta y un años por la misericordia de Dios, ha sido mi deleite aprender, enseñar, leer y ordenar los libros que se atesoran en la biblioteca Armilatense, además de escribir crónicas y memorias de hechos pasados, como este que al presente me ocupa.

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