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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (3 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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—Esos importunos están cerrando el paso hacia la torre —gruñó Soth refiriéndose a la cuadrilla de desgraciados—. ¡Quitadlos de ahí!

Los guerreros tiraron con fuerza de las riendas, y los corceles salieron como rayos calle abajo. Algunos comerciantes se dispersaron al verlos acercarse, pero los que permanecieron tras la barricada lucharon enconadamente. Parecía que lograrían mantener a raya a los muertos vivientes, pero una
banshee
, con las espadas de hielo en ristre, sobrevoló la calle en su traqueteante carro de huesos para unirse a la refriega. Golpeó los árboles que bordeaban las aceras y a cada descarga se marchitaba y moría uno de aquellos raros ejemplares de bellas hojas, que semejaban delicado encaje dorado en cualquier estación del año.

—¡Arriba! —gritó la
banshee
al wyvern que tiraba del carro—. ¡A la barricada!

El enorme lagarto volador sacudió las alas para tomar altura y recogió los colmillos amarillos y la cola de escorpión al acercarse al parapeto. De pronto, con un chillido, atrapó entre las garras a un hombre que se hallaba sobre el reducto defensor mientras el ánima en pena traspasaba a otro palanthiano; antes de que las dos mitades del hombre tocaran el suelo, muchos habían huido ya, y los demás fueron arrollados enseguida por los servidores de Soth. El combate fue breve y sangriento.

Sin mostrar agradecimiento a sus seguidores ni reconocer siquiera sus méritos, el caballero de la muerte se alejó a caballo por el hueco abierto en la defensa. El grueso del pelotón persistió en el acoso a los palanthianos, aunque unos cuantos guerreros se quedaron pisoteando cuerpos fútilmente y decapitando a los heridos mientras la
banshee
esperaba en el carro a que la bestia de tiro terminara con el cadáver de un obeso fabricante de flechas; a pesar de que el alma en pena dominaba al obtuso dragón, sabía que era oportuno permitirle un festín bien merecido.

—Los antepasados de estos hombres se agolparon en estas mismas calles una vez para arrojarme basura de camino a la prisión —musitaba Soth al dejar atrás los cuerpos cercenados—. Mi juramento se ha cumplido: han pagado finalmente.

A pesar de todo, el triunfo no le proporcionaba alegría; era una emoción que le había sido arrebatada, como tantas otras, por la maldición. La ira, el odio, los celos y muchos otros impulsos destructivos eran lo único que aún inflamaba su corazón inanimado; podía destruir, pero sin extraer de ello más que un magro placer ceniciento. Como un vaso de agua tibia, semejante recompensa mitigaba parcamente su ansia de librarse de la monótona cotidianidad de los muertos vivientes.

De esta forma, bajo un fúnebre velo de insatisfacción impotente, cabalgaba por Palanthas. Por todas partes los draconianos masacraban a la gente arrancándola de los escondites; la sangre de las víctimas teñía numerosas fachadas blanqueadas de hogares y comercios, alineados a lo largo de la calle que llevaba al segundo puesto de guardia de la urbe, donde se levantaba la Torre de Alta Hechicería.

Los feroces aullidos de los dragones del mal, en lucha contra los guerreros montados en sus congéneres del bien, retumbaban por toda la ciudad. La sangre de un dragón herido de muerte en una de las refriegas fluía por el pavimento formando charcos sanguinolentos que se evaporaban con un siseo bajo los cascos ardientes de la infernal montura de Soth.

Con las riendas en el puño, el caballero de la muerte vislumbró la ciudadela voladora, una montaña flotante que se arrastraba con pesadez por el cielo, como embriagada; a pesar de que no era atacada, se bamboleaba como si hubiera sufrido un golpe. Tras un primer momento de confusión ante tan extraño fenómeno, comprendió que la fortaleza se había detenido y se cernía inestablemente sobre la Torre de Alta Hechicería.

Con la arrogancia de los que están habituados a los peligros mortales, hizo caso omiso de la inusitada maniobra y se dirigió a la torre sin tropezar con más obstáculos en la vacía ciudad. Los pocos que vieron la embestida del caballero de la muerte por las calles huían a su paso. Al cabo, la avenida se ensanchó para desembocar en el patio que circundaba la Torre de Alta Hechicería; la ciudadela suspendida sobre la antigua construcción tapaba el cielo, aunque la oscuridad que envolvía la infausta torre jamás cesaba, como tampoco cesaba en su guardia la retorcida arboleda que se extendía alrededor.

Soth azuzó al horrendo caballo hacia el piquete de sólidos robles conocidos por el nombre de «arboleda de Shoikan», pero el animal retrocedió ante el frío intenso que emanaba de la sombría foresta, que extinguía el fuego de sus cascos y convertía su ardiente aliento en vapor. Con un relincho de temor, la montura pateó el empedrado y se encabritó.

Soth dejó que la bestia se alejara unos pasos de la arboleda de Shoikan y desmontó.

—Vete, regresa a las llamas infernales que te engendraron.

La sobrenatural criatura se encabritó otra vez y desapareció entre una nube de ceniza y humo fétido.

Mientras cruzaba el patio vacío en dirección a la fronda, el caballero de la muerte escrutaba la antigua fortaleza guardada por los robles, que en el pasado había sido un renombrado centro de saber mágico, donde los magos guardaban sus libros y se sometían a las arriesgadas pruebas que determinarían su lugar en el escalafón de la hechicería. Muchos años atrás, cuando Soth era aún mortal, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar había emprendido una cruzada contra la magia; el fanático de la religión había declarado las artes mágicas instrumentos del mal y había dirigido a las gentes de Ansalon contra las torres. Los magos destruyeron dos de los cinco emplazamientos que existían antes que permitir que los campesinos tomaran el control de los secretos que albergaban; posteriormente acordaron retirarse juntos a una torre aislada de la civilización, y se suponía que habían dejado desierta la de Palanthas.

En el día previsto por los sabios para abandonar dicha torre, un nigromante de la Túnica Negra, servidor del mal, lanzó una maldición según la cual el edificio permanecería cerrado y vacío hasta que la ambigua profecía que pronunciaba se cumpliera. Selló el juramento tirándose a la verja de puntiagudos barrotes desde el balcón más alto, y, al instante, las puertas de oro y plata se tornaron negras y la hermosa construcción quedó sumida en la sombra. Ahora era un pozo de negrura en medio de la radiante Palanthas, y el mármol, de un gris de hielo, contrastaba con el blanco puro de los minaretes de la villa.

La única forma de entrar era cruzando el bosquecillo de Shoikan, pues ni los más poderosos conjuros de teletransporte permitían acceder al interior. Los robles retorcidos que habían crecido alrededor escondían terribles guardianes sobrenaturales, y la arboleda misma irradiaba temor; inspiraba un pavor tan desbordante que hasta los kenders, cuya curiosidad casi siempre vencía al miedo, perdían la resolución al pasar entre los añosos troncos.

Semejantes amenazas no hacían mella en Soth, que se internó en el desolador robledal como si fuera una arboleda inofensiva.

Pero, a medida que avanzaba, comenzó a sentir vagamente un frío que habría hecho tiritar sin control a cualquier mortal. Una oscuridad sempiterna se pegaba como el musgo a las nudosas raíces y ramas, y ni la más ligera brisa agitaba el deshilachado y reseco follaje. Soth reconoció con certidumbre la presencia que moraba allí, pues irradiaba una sensación con la que estaba bastante familiarizado; el pulso que animaba el bosque maldito no era otra cosa que el aura de las almas atrapadas en el tormento de los no muertos.

El suelo, alfombrado de hojas marchitas y cubierto de moho por la falta de luz solar, temblaba con cada uno de sus silenciosos pasos, pero, cuando los altos árboles lo rodearon, el temblor cesó. Unos dedos pálidos y cubiertos de mugre salieron de la suciedad y apresaron a Soth por una pierna; después otra mano, y hasta una tercera, brotaron de la blanda tierra para aferrar al caballero de la muerte. Luego aparecieron muchas más, y todas se cerraban en torno a sus tobillos e intentaban hundirlo.

—No hay motivo para que me detengáis, hermanas —dijo serenamente. Las manos, pálidas y decadentes, titubearon—. No deseo llevarme de la torre nada de lo que habéis jurado guardar, pero os destruiré si me impedís el paso.

—Te conocemos, Soth —replicó una débil voz desde el subsuelo—. Eres de los nuestros. ¿Qué buscas en la Torre de Alta Hechicería?

—A la mortal Kitiara Uth Matar, hermanastra del mago oscuro Raistlin. Atravesó el bosque hace poco, ¿no es así?

—Quiso desafiar al bosque de Shoikan —respondió la voz sin cuerpo.

—¿Quiso? —preguntó con ribetes de enfado—. Posee una joya negra que le permite pasar entre vosotras sin impedimentos. Yo la vi utilizarla en una ocasión.

—Esa joya la protege… mientras no demuestre miedo —murmuró la voz desde las profundidades de la tierra.

Se puso en tensión por las implicaciones de la respuesta y preguntó de pronto:

—¿Dónde está? —Las manos lo soltaron y desaparecieron en la tierra esponjosa—. ¡Entregadme su cuerpo! —gritó furioso, y su voz hueca levantó ecos entre los árboles silenciosos.

La sensación opresiva del bosquecillo se intensificó, y un suave gemido de desesperación se elevó desde el interior del suelo. Una sola mano reapareció entre la enmarañada hojarasca con un fragmento de escama de dragón de color azul oscuro perteneciente a una armadura.

—La herimos y le rompimos la cota, pero no nos quedamos con su cuerpo. Está viva, en la torre.

El caballero de la muerte se dirigió como un rayo hacia la cerca de hierro que rodeaba la torre, abrió violentamente la oxidada verja y forzó la puerta cubierta de runas que le cerraban el acceso. Las entidades amorfas y sombrías que poblaban las antiguas salas de la construcción se amilanaron ante Soth igual que las guardianas de la arboleda.

Llegó al pie de una larga escalinata, escasamente iluminada por puntos de tenue luz mágica, que subía a los pisos superiores. La habitación donde se hallaba la entrada a los dominios de Takhisis, la que Kitiara deseaba alcanzar, se encontraba allí arriba. Sin dudarlo, se situó en una amplia esquina ensombrecida, lejos de la luz mágica, y, mediante el poder adquirido gracias a su naturaleza infernal, se disolvió en la oscuridad.

Un momento más tarde, emergió en una sombra similar que oscurecía la puerta del laboratorio donde se encontraba el portal. Con cierto sentimiento de satisfacción porque los guardianes no le habían impedido desplazarse mágicamente entre los muros de la torre, empujó la pesada puerta de madera; al abrirse, los magullados goznes chirriaron con un lamento grave.

Dalamar, el elfo proscrito, se quedó mirando la puerta abierta, pero Soth seguía oculto en la sombra. El mago reflexionaba en una incómoda silla estrujando y alisando sus negros ropajes cubiertos de runas.

—No puede entrar nadie —dijo en voz baja a un guerrero arrodillado de espaldas a la entrada. El mago alargó la mano a un papiro que tenía en el cinturón—. Los guardianes…

—… carecen de poder contra
él
—completó Soth, que se hizo visible en el momento en que el hombre de la armadura, Tanis el Semielfo, se giraba hacia la puerta.

Un gesto de horror cubrió el rostro de Tanis al encontrarse con el caballero de la muerte. Dalamar sonrió, inexorable y sereno.

—Adelante, lord Soth; te esperaba.

El caballero caído no se movió, y Dalamar repitió la invitación, pero aún se demoró unos instantes más en el vano con la mirada anaranjada clavada en el rostro de Tanis. No le importaba la forma en que su enemigo hubiera llegado a la torre, tal vez sobrevolando el bosque con su dragón de bronce hasta aterrizar en el tejado; lo único que le interesaba era que Tanis el Semielfo se interponía entre él y su recompensa.

Tanis acercó la mano a la espada, gesto que sorprendió a Soth después de la cobardía anterior. Dalamar posó suavemente los dedos sobre el hombro del mestizo y le dijo: —No te entrometas, Tanis. No quiere nada con nosotros; sólo ha venido en busca de una cosa.

La tenue luz de las velas iluminaba el laboratorio, las hileras de libros de encantamientos encuadernados en negro, las redomas y vasos de precipitación que borboteaban ominosamente y las colosales mesas de piedra para experimentos de mayor envergadura y trascendencia. El acceso que Raistlin había utilizado para ir al encuentro de Takhisis estaba en el otro extremo de la estancia, lejos de Soth; cinco cabezas de dragón se entrelazaban alrededor del borde del gran círculo de acero con inscripciones rúnicas. En un rincón, lejos del portal y cubierto con una capa, reposaba el objeto de su búsqueda. ¡Kitiara! El corazón no muerto del caballero rebullía en su pecho mientras cruzaba la sala con vigorosos pasos. Retiró el paño y se arrodilló junto al cadáver.

Kitiara Uth Matar apareció, bella en la muerte como en la vida. Tenía los brillantes ojos castaños abiertos, congelados en una expresión de horror. La armadura azul oscura de escamas de dragón había sido desgarrada por las guardianas de la torre, y el ajustado jubón guerrero de color negro, reducido a jirones, dejaba entrever la piel tostada. El caballero de la muerte apenas apreció la sangrienta cuchillada de la pierna ni los grandes arañazos, morados por el veneno, que los guardianes le habían infligido; el agujero chamuscado que le abrasaba el pecho, debido sin duda a algún ataque mágico de Dalamar, no le preocupó más que un instante. Poco importaban las heridas mientras el cuerpo conservara la integridad necesaria para acoger su alma revivida.

Las últimas ascuas de la vida mortal de Kitiara ya se apagaban, pero el espíritu se demoraba sobre su cuerpo; una pequeña y fantasmal imagen de la generala se debatía atormentada, unida al cadáver por un delgado y brillante hilo de energía.

—Deja que esa vida se vaya —murmuró Soth a Kitiara. El cordón cobró más brillo mientras el alma se aferraba con desespero a la vida mortal, mas no a causa del miedo sino por amor. Soth se enfrentó a su adversario—. Entrégamela, Tanis Semielfo. —Su voz llenó el laboratorio—. Tu amor la ata a este plano. Renuncia a ella.

El semielfo se obligó a adoptar un gesto resuelto y avanzó un paso con la mano en el pomo de la espada, pero, antes de que se acercara más a Soth, Dalamar le advirtió:

—Te matará, Tanis; te asesinará sin titubear ni dudarlo un instante. Deja que Kitiara se vaya con él. Al fin y al cabo, quizá sólo él entre todos nosotros la comprendió de verdad.

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