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Authors: Mariano Sánchez Soler

Tags: #Intriga, #Policíaco

El asesinato de los marqueses de Urbina (5 page)

BOOK: El asesinato de los marqueses de Urbina
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Los dos practicaron durante horas, flirteando, con tocamientos. Al ensayar el modo de descerrajarle al marqués el disparo de gracia, Fierro tomaba a su amigo por detrás y restregaba su cuerpo en el de Dani. Era como un juego.

Después, al caer la noche, mientras cenaban a la luz de una vela, comenzaron a planear el modo de entrar en la mansión y el momento adecuado para hacerlo. Dani estaba envalentonado. Resulta curiosa la forma en que un alfeñique se torna valiente al empuñar un arma.

—Seré la venganza —dijo, con voz ritual.

—Tú eres la justicia —le corrigió Fierro, consciente de que se acercaba el gran momento.

El mayor problema de Dani era su indiscreción. Tenía tantas ansias de notoriedad que la fuerza se le iba por la boca.

—¡En cuanto se lo diga a Jose…! —repitió, nervioso.

—Es mejor que no sepa nada, que todo quede entre tú y yo.

—¡Toni, él también tiene que participar!

Fierro debía actuar deprisa y arrastrar en el operativo al Fotógrafo del alma. El éxito no admitía demoras y los acontecimientos parecían precipitarse. El lunes por la mañana, en cuanto regresaron a Madrid y logró librarse de su amigo, Fierro envió un mensaje a su cliente, tal como habían acordado, desde la página de contactos de la revista erótica Lib: «
No te vayas de vacaciones antes del primero de agosto. Espérame. Tu Paladín
».

Días más tarde, en la mañana del 28 de julio, Alicia reclamó a Dani que firmara los documentos de separación matrimonial y que le devolviera el dinero que le debía.

—Ponte a trabajar —le dijo—, haz lo que sea, pero necesito que me des lo que te he prestado y que desempeñes la pulsera cuanto antes. Si mi padre se entera…

—Tú me has dejado por otro —respondió Dani, con un hilo de voz—. Me has engañado. Pero tus padres me han destrozado para siempre. ¿Y sabes una cosa? Te vas a acordar de mí. Voy a hundir a tus padres.

Alicia esbozó una sonrisa tan burlona que Dani, desencajado, replicó furioso:

—¡Y esta vez va en serio!

Tengo un plan

¿Qué sabían de Fierro aquellos ilusos, aparte de conocer sus habilidades en la cama? Nada, absolutamente nada. Todavía no habían probado la hiel amarga que deja siempre a su paso. Eran vírgenes frente al dolor. Cuando en el futuro Dani, el Fotógrafo y Borja pensaran en él, cuando trataran de describirle o dibujar en su mente un retrato robot, no tendrían nada que destacar, ningún rasgo físico, ninguna huella. Y si de repente se preguntaban cómo le habían conocido, o de dónde había salido un papanatas tan generoso, confesarían angustiados que no tenían respuesta. Toni era un personaje fabricado a su imagen y semejanza, uno más de aquella tropa de vagos insignificantes.

Fierro estaba dispuesto a cumplir la parte más difícil de la transacción: mandar el paquete a los confines de donde nadie regresa jamás y ejecutar la operación al ritmo de Dani, convertido en la voz cantante tras asumir la idea como si fuera exclusivamente suya, mientras su amigo el Fotógrafo le seguía la corriente, quizá convencido de que, al final, se vendría abajo, de que desistiría de su plan delirante. Fierro tendría que ponerlos a tono para que no le dejaran colgado en el último momento.

Al mediodía, los tres comieron juntos en el bufé de El Corte Inglés de la calle Goya, porque Dani y el Fotógrafo decían que, por quinientas pesetas, podían ponerse hasta las cejas. Ellos eran adictos a la barra libre, pero en aquella ocasión decidieron que cada uno se pagara lo suyo. Sin duda, pensaban que era un día especial en el que debían demostrar su solvencia. Pagar y matar son dos verbos que se conjugan juntos por cojones.

Pasadas las cuatro de la tarde, se marcharon al apartamento del Fotógrafo. En aquel ático amueblado de manera convencional, con las paredes cubiertas por fotografías en blanco y negro, que el mismo anfitrión había realizado, dejaron que se disiparan los efluvios del vino.

—Esta madrugada le daremos lo que se merece.

Los tres cómplices rieron. El Fotógrafo y Dani entraron en la habitación para dormir la siesta. Fierro se quedó por un instante en el sofá del salón, dispuesto a repasar mentalmente sus próximos movimientos. Decidió no dejarlos ni a sol ni a sombra y entró tras ellos en el dormitorio.

Todos los ingredientes estaban en el cóctel, preparados para que Daniel Espinosa recorriera aquel corto camino al infierno. A su manera, Borja de la Fonte también alimentaba la ira de Dani, dosificada, implacable. Cada vez que le telefoneaba o cuando regresaba de Londres en secreto, despotricaba contra su avaro progenitor y le acusaba de haberle «exiliado» a la City.

—Quiere que Alicia y yo sigamos siendo Los Pobres de Somosaguas —se quejaba amargamente—, incluso después de muerto.

Durante los últimos meses, el marqués estaba vendiendo las propiedades más emblemáticas de la familia, se había deshecho de algunas empresas radicadas en Panamá y, con el dinero obtenido, compraba acciones del banco, en su afán por controlar el consejo de administración dirigido con mano de hierro por los dos hermanos de su mujer.

Aquella tarde del 31 de julio de 1980, horas antes de la gran decisión, Borja llamó por teléfono a su amigo Dani. A su lado, el Fotógrafo y Fierro siguieron la conversación como una pantomima. No pudieron escuchar las palabras de Borja, pero los ademanes de Dani lo explicaban todo.

—Corren malos vientos financieros, chico —advirtió Borja, alarmado—. No sé cómo pararlo. Se ha vuelto loco y dice que nos quieren quitar el banco, que desde dentro están preparando una operación hostil, una traición… Si mi padre continúa durante más tiempo dilapidando nuestro patrimonio, nos vamos a quedar sin un duro.

—No te preocupes por nada, Borja —respondió Dani. Con voz cavernosa y, sin separar el auricular de su oreja, lanzó a sus dos amigos una mirada con la furia de un personaje de
spaghetti western
, a lo Lee Van Cleef—. Tengo un plan.

Fierro se mordió los labios para no reír, apartó los ojos y dio un largo trago al cubata. El Fotógrafo sintió un nudo en la garganta.

—Tienes que confiar en mí, en nosotros —apostilló Dani, antes de despedirse con voz de melodrama—. ¡Tienes que hacerlo!

En cuanto colgó el teléfono, Fierro se puso frente a sus dos amigos, con los brazos en jarras, y sentenció:

—Esta es la noche.

No podía permitir que los dos pardillos se enfriaran.

—Sí —respondió Dani—. Todo está preparado.

El Fotógrafo estiró el cuello. Sus cejas retuvieron dos gotas de sudor que le precipitaban hacia el fondo de un pozo. Palidecía por segundos hasta que, por fin, preguntó:

—¿Estás… estáis seguros?

—¡Hasta el último detalle! —exclamó Dani.

—¡Es perfecto! —dijo Fierro, con ese tono que emplea un entrenador para animar a sus jugadores antes de comenzar un partido que sabe perdido de antemano.

Ocho horas antes de que mataran a los marqueses de Urbina, los tres asesinos salieron a tomar copas. En el Seat Ranchera del Fotógrafo llegaron hasta El Chascarrillo, donde se les unió el Sastre. Los cuatro formaban la cofradía más idiota del lugar. Chistes malos, conversaciones huecas, comentarios sin sustancia, risas…

—¿El que bebe?

—¡Se emborracha!

—¿El que se emborracha?

—¡Duerme!

—¿El que duerme?

—¡No peca!

—¿El que no peca?

—¡Va al Cielo!

—¡Puesto que al Cielo vamos…!

—¡¡Bebamos!! ¡¡Arriba, abajo, al centro y
pa'dentro
!!

Gin-tonics y benjamines de champán antes de cenar en El Espejo. Estaban animados. Nada dejaba ver el volcán que llevaban dentro. Cuando regresaron a El Chascarrillo, ya habían desfilado un par de veces por el «camino blanco», con perico del mejor, cortesía de Fierro.

Al filo de la medianoche, el Sastre se marchó a su casa y los pequeños victimarios continuaron su juerga de copas y rayas en Las Mil y Una Noches, un pub decorado con quincalla orientalista. La madrugada iba a caerles encima brutalmente.

—Es el momento —anunció Fierro.

—Vamos —respondió Dani.

El Fotógrafo titubeó.

—No te rajarás ahora, ¿verdad, Jose?

Dani tomó su cara entre las manos, le miró fijamente como si estuviera a punto de besarle y suplicó:

—¡Jose, te necesito!

—Vamos entonces —contestó el Fotógrafo, visiblemente derrotado.

Solo faltaba que alguien pusiera
With a Little Help from My Friends
, de los Beatles, como música de fondo.

José Luis Muriel, el querido Fotógrafo, condujo el Seat Ranchera hasta el domicilio de los Espinosa, en la avenida del Generalísimo. Dani descendió del coche y desapareció por el portal.

Mientras esperaban en el auto, aparcado junto a un semáforo, Fierro pensó en aquel botarate y sintió cierta compasión por él. ¡Le estaba resultando tan sencillo convertirlo en un criminal! Convenientemente manipulado a fondo, Dani podía ser capaz de cumplir cualquier amenaza, por descabellada que pareciera. Cuestionado por todos y humillado ante Alicia, su orgullo y su hombría estaban en juego. Su antiguo jefe de Silvergold era el causante de su desdicha y, sin embargo, el pobre chico siempre señalaba al marqués como único culpable de su fracaso matrimonial. ¿Por qué no dirigía su ira contra el Americano? La respuesta era sencilla: Fierro había entrado en escena para manejarlo como a una marioneta y canalizar su rabia hacia donde más le convenía.

Resultaba patético verle regresar, al cabo de unos minutos, cargado con una pesada bolsa en la que llevaba la pistola, el soplete, el martillo, el esparadrapo y la linterna; contento, al sentirse un pequeño dios; tan delicado y tan asesino en ciernes.

Un crimen limpio

No se trataba únicamente de matar al marqués. Era importante llevar a cabo un crimen limpio y conseguir un culpable adecuado. De hecho, eso era lo esencial. Y allí estaba el pusilánime Daniel Espinosa, a quien Fierro estaba moviendo entre el odio y la cocaína mientras se adueñaba de su mente y de su polla. Un plan perfecto.

Después de aquel día de juerga, Fierro los empujó a la venganza. El marqués, aquel ser despreciable, tenía que morir.

—Va a pagar todo el mal que me ha hecho —repitió Dani varias veces para darse valor.

A su lado, el Fotógrafo, con menos luces que un mandril, seguía todos sus exabruptos, titubeante.

—Os llevo en mi Ranchera —aceptó al fin.

—Nos veremos a la entrada de la urbanización —dijo Fierro—. Yo iré en mi coche.

Pasadas las dos de la madrugada del 1 de agosto de 1980 se acercaron a la mansión de los marqueses, un espacioso chalé de dos plantas rodeado por una cuidada vegetación en orden. Somosaguas guardaba el silencio de todos los veranos. El calor era insoportable a pesar del frescor de los esmerados jardines de los ricos. Todos sus habitantes estaban en Sotogrande o en Puerto Banús. Era el momento perfecto. Sabían que el mayordomo, la cocinera y el administrador se habían marchado de vacaciones y que en la casa solo quedaba una sirvienta negra, aficionada a los culebrones y que, tras el último episodio de
Capitanes y reyes
, permanecería profundamente dormida en su habitación, un cubículo sin ventanas empotrado en un extremo de la cocina. El perro no ladraría en cuanto reconociera a Dani.

Avanzaron sin ruido.

Daniel Espinosa colocó el esparadrapo sobre el cristal y abrió un boquete en la puerta de la piscina. Fierro le dejó hacer.

—Poneos los guantes como yo —les dijo mordiendo las palabras—. Y cubríos la cara. ¡Rá-pi-do!

Atravesaron el jardín. Dani fundió la cerradura de la puerta de servicio con el soplete, sin que le importaran las cenizas dejadas a su paso.

Una vez dentro, el Fotógrafo y Fierro le siguieron escaleras arriba. No necesitaba encender la luz. Fierro caminaba tras ellos a una distancia prudencial. Con la linterna de infrarrojos, enfocó hacia la Star que Dani llevaba al cinto, con el cañón estúpidamente orientado hacia sus genitales. Aún estaba bajo los efectos de la coca.

—Es aquí —murmuró Dani, que se detuvo ante una puerta.

—Abre despacio —le susurró Fierro. Después le dio la linterna al Fotógrafo y le ordenó—: Y tú quédate aquí, alumbrándonos.

Dani empuñó la pistola.

—¡Quita el seguro, joder!

Fierro tuvo que empujarle para que el futuro asesino entrara en el dormitorio. Dani se adelantó varios pasos, tropezó con una silla y se le escapó un tiro. El silenciador era una chapuza y el ruido hizo que el marqués se removiera en su cama.

—Vamos…

Los tres se acercaron.

A Dani le temblaba el pulso cuando el cañón de la Star buscaba la sien de su exsuegro.

—Venga, dispara.

Estaba paralizado. Fierro le abrazó por la espalda, cubriendo aquel cuerpo frágil. Dani se estremeció al sentir que la carne se acomodaba tras él como el molusco a la roca.

Las manos de Fierro recorrieron lentamente sus brazos desnudos, rozando su piel mientras él notaba que le poseía por detrás. Cuando llegó hasta sus manos, le empujó levemente hacia delante, le atenazó como a él le gustaba y puso sus dedos enguantados sobre los de Dani, que permanecían entumecidos.

Cuando Martín de la Fonte comenzaba a quitarse el antifaz de dormir, Fierro apretó el gatillo. Un chorro de sangre manó de su nuca como un géiser.

De repente, Dani se despojó del pasamontañas con la mano izquierda. Se sentía excitado, febril.

—¿Quién anda ahí? —La voz de la marquesa irrumpió desde la habitación contigua, tras una puerta entornada—. Martín, ¿eres tú?

—No puede haber testigos —ordenó Fierro, antes de hacer un movimiento pélvico, sin separar sus genitales de las nalgas de su pequeño pistolero.

Cuando sus cuerpos se separaron, Dani, sin dejar de temblar, se acercó a la puerta que comunicaba las dos habitaciones, encendió la luz y disparó contra aquel cuerpo incorporado en su cama.

—¡Entra!

Daniel Espinosa se acercó al pequeño lecho de María Eugenia de Urbina. Mientras la remataba, sintió que sudaba ginebra. Después, se metió la mano en los pantalones para ordenarse la entrepierna.

Levantamiento de cadáveres excelentes

—Dadme los pasamontañas.

Estaban empapados en sudor. Solo a unos idiotas se les podía ocurrir utilizar capuchas de lana en plena canícula.

—¿Y la pistola? —preguntó Dani.

—La tirareis en el pantano de San Juan —contestó Fierro—, en el lado derecho de la presa. Es la zona más profunda —mintió—. Nadie la encontrará.

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