Diario de una buena vecina (6 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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Martes.

Joyce dijo que no quería ir a Munich para la Feria del Vestido, problemas con su marido, y sus hijos le dan guerra, ¿quiero ir yo? Me mostré poco dispuesta, a pesar de que me gustan estos viajes: caí en la cuenta de que era debido a Maudie Fowler. Me pareció una locura y le dije que iría.

Fui a casa de Maudie después del trabajo. Las llamas saltaban por la puertecilla, estaba malhumorada y vehemente. No, no se sentía bien y no, yo no tenía que preocuparme. Se mostró brusca, pero me metí en la cocina, que apestaba a comida agria y a comida de gato pasada; vi que había muy pocas cosas. Le dije que saldría a comprar para ella. Ahora ya advierto cuándo le complace que haga esto o aquello, pero está herida en su orgullo. Baja su mentón, pequeño y afilado, le tiemblan un poco los labios y mira el fuego en silencio.

No le pregunté qué debía comprar, pero cuando salí dijo a gritos algo acerca de pescado para el gato. Compré muchas cosas, las deposité en la mesa de la cocina, herví un poco de leche y se la di.

—Debería estar en la cama —le dije.

—Y en un momento irá a buscar al médico —dijo ella.

—¿Tan terrible es? —Me mandará a algún lugar —dijo. —¿Dónde?

—Al hospital, ¿dónde si no? —Habla como si el hospital fuera una especie de cárcel —le dije.

—Yo tengo mis ideas, tenga usted las suyas —dijo.

Mientras tanto, pude advertir que estaba realmente enferma. Tuve que forcejear con ella, ayudarla a meterse en la cama. Busqué un camisón, pero comprendí que no usaba ninguno. Se mete en cama con una camiseta y bragas, con un viejo cardigan abrochado en el cuello con un bonito broche granate.

Sufría porque yo veía que la cama no estaba limpia y que sus prendas interiores estaban sucias.

El hedor dulzón era muy fuerte: ahora ya sé que es orina.

La metí en la cama, le preparé té, pero dijo:

—No, no, sólo me hará orinar.

Miré alrededor y encontré que una silla en un rincón del dormitorio era un orinal y lo arrastré hasta la cama.

—¿Quién lo vaciará? —preguntó furiosa.

Salí de la cocina para ver cómo era el retrete: un pequeño cobertizo de cemento, con un asiento muy viejo y sin tapa, con un tirador metálico roto, que tenía una cuerda para alargarlo. Estaba limpio. Pero muy frío. No es de extrañar que tenga un resfriado. Hace mucho frío en este momento, febrero... y sólo siento lo muy frío que es cuando pienso en ella, Maudie, puesto que en los lugares por los que me muevo hay tanta calefacción, están tan protegidos. Si sale a este retrete después del calor del fuego...

Le dije:

—Pasaré de camino al trabajo.

Estoy instalada en la cama, después de bañarme y lavarme de pies a cabeza, también el pelo, escribo esto y me pregunto por qué estoy en semejante posición respecto a Maudie.

Miércoles.

He hecho la reserva para Munich. Fui a casa de Maudie después del trabajo. El médico estaba allí. El doctor Thring. Un anciano, quisquilloso e impaciente, junto a la puerta, lo supe porque estaba alejado del calor y del olor del lugar, y decía a una diminuta anciana, furiosa y obstinada, plantada en medio de la habitación, como delante de un pelotón de ejecución:

—No iré al hospital, no iré, no me puede obligar.

—Muy bien, no la visitaré aquí, no puede obligarme.

Hablaba a gritos. Al verme, dijo, con una voz distinta, aliviado, desesperado:

—Dígale, si es usted amiga suya, que debería estar en el hospital.

Ella me miraba casi horrorizada.

—Señora Fowler —le dije—, ¿por qué no quiere ir al hospital ?

Nos dio la espalda, cogió el atizador, y se puso a avivar las llamas.

El médico me miró, rojo de rabia y debido al calor del lugar; luego, se encogió de hombros:

—Usted debería estar en un asilo —dijo—. Se lo tengo dicho.

—No puede obligarme.

Él lanzó una exclamación, furioso y se metió en el pasillo, requiriéndome que lo siguiera:

—Dígaselo —dijo.

—Pienso que debería estar en el hospital —le dije—, pero ¿por qué debería estar en un asilo?

Se encontraba al límite, exasperado y —según vi— cansado.

—Contemple todo esto —dijo—. Contémplelo. Muy bien, llamaré al servicio de asistencia —y se largó.

Cuando volví a entrar, ella dijo:

—Supongo que ha hecho arreglos con él.

Le conté exactamente lo que yo le había dicho y mientras hablaba ella tosía, con la boca cerrada, el pecho palpitante, los ojos acuosos y golpeándose el pecho con el puño. Advertí que no quería escuchar lo que le decía.

Jueves.

Pasé de camino al trabajo. Estaba levantada, vestida, delante del fuego, con la cara brillante por la fiebre. El gato aullaba, no había comido.

Saqué el orinal, lleno de fuerte orina hedionda, y lo vacié. Di comida al gato en un plato limpio. Luego preparé té y unas tostadas. Se sentó con la cara desviada, avergonzada y enferma.

—Debería tener teléfono —le dije—. Es ridículo no tener teléfono. La podría llamar desde la oficina.

No respondió.

Fui a trabajar. Hoy no tenía ningún compromiso social, ninguna comida, etc., y se anuló la sesión de los fotógrafos: hay huelga de trenes. Le dije a Joyce que trabajaría en casa y ella dijo que se quedaría en la oficina, muy bien. Dejó entender que en este momento su casa le resulta difícil; su marido quiere el divorcio, ella no sabe qué hacer, consulta abogados. Pero le encanta estar en la oficina, a pesar de que, en tiempos mejores, trabajaba mucho en casa.

Pasé a ver a Maudie de camino a casa y allí me encontré a Hermione Whitfield, de lo que ella llama «geriatría».

Nos entendimos a primera vista: somos parecidas, el mismo estilo, la misma ropa, la misma
imagen
. Estaba sentada en una silla delante de Maudie, hecha un bulto con toda su ropa negra. Se inclina hacia delante, sonriente, encantadora, divertida.

—Señora Fowler, podríamos hacer tanto por usted y usted no co... —pero dejó el «colabora» a favor de «nos deja».

—¿Quién es usted? —me preguntó, con el mismo estilo encantador, casi juguetón, pero se dio cuenta e inquirió, a la manera conchabada y democrática de las de nuestra ralea (sin embargo, nunca había pensado en tales distinciones hasta el día de hoy)—: ¿Es una Buena Vecina? Nadie me ha dicho nada al respecto.

—No —le dije. No soy una Buena Vecina, soy una amiga de la señora Fowler.

Tenía que resultar bastante irritante desde unos diez puntos de vista distintos, pero básicamente porque no lo decía entre comillas y entonces y sólo entonces pensé en qué medida no tenemos
amigos
entre la clase obrera. Podía ser muchas cosas para la señora Fowler, incluyendo una Buena Vecina, pero no una amiga.

Estaba allí, parpadeando, la luz de las llamas en su pelo. Una mata de pelo suave y dorado, todo ondulado y con ricitos. Sé muy bien lo que cuesta este cuidadoso desorden. Su cara suave y sonrosada, con los ojos azules, maquillados en gris y azul y con polvos. Su jersey lanudo color blanco, los pantalones de ante gris, botas de ante azul oscuro... Yo pensaba, o «el seguro» paga más de lo que creía o tiene dinero propio. Se me ocurrió, plantada allí, en aquel largo momento de pura disonancia —porque lo que yo había dicho no concordaba, no se podía aceptar con facilidad—, que la examinaba en mi calidad de especialista de revista de modas, y por cuanto sabía, podía ser bastante distinta de su «imagen».

Mientras, ella había estado pensando.

—Señora Fowler —dijo; se puso en pie, con una bonita sonrisa, irradiando apoyo y ardor—, muy bien, no irá al hospital. Tampoco a mí me gusta el hospital. Pero puedo proporcionarle una enfermera que la visite cada mañana y una auxiliar y...

—No quiero nada de esto —dijo Maudie, la cara desviada, atizando con furia las llamas.

—Muy bien, recuerde lo que tiene a su disposición —dijo la mujer y me lanzó una mirada que indicaba que la siguiera.

Me encontré en la posición de tener que hablar de Maudie a sus espaldas o decirle a Hermione: No, hablemos aquí. Fui débil y la seguí.

—Me llamo... —etcétera, etcétera, me dio sus credenciales y esperó las mías.

—Me llamo Janna Somers —dije.

—¿Acaso es vecina suya? —me preguntó, molesta.

—He acabado por sentir afecto por la señora Fowler —dije y, por fin, era lo que correspondía, soltó un involuntario suspiro de alivio, porque todo volvía a estar en su lugar.

—Ah, sí —exclamó—. No sabe cómo lo comprendo, algunas de estas ancianitas son tan encantadoras, tan... —Pero su cara decía que Maudie dista mucho de ser encantadora, más bien es una vieja cascarrabias.

Permanecíamos en aquel horrible pasillo, con las paredes llenas de grasa amarillenta y con el polvillo de carbón en capas, el olor del gato en la carbonera, la puerta desvencijada y poco sólida hacia el mundo exterior. Ya tenía la mano en el pomo de la puerta.

—Paso a ver a la señora Fowler algunas veces —dije— y hago cuanto puedo –lo dije así para que comprendiera que no podía confiar en que yo llevara a cabo parte de su trabajo. Ella suspiró de nuevo:

—Afortunadamente, muy pronto tendrán que cambiarla de alojamiento.

—¿Qué? ¡No lo sabe! —advertí que mi voz albergaba el terror que sentiría Maudie, de haberlo oído.

—Claro que lo sabe. Esta casa está en la lista de demolición desde hace años.

—Pero es propiedad de un griego.

—Ah, no, ¡no puede ser! —empezó con decisión y vi que volvía a pensarlo. Bajo el brazo tenía una carpeta repleta. Colgó el bolso en el pomo de la puerta, sacó la carpeta y la abrió. Una lista de casas para derribo o reconstrucción.

Yo ya sabía que se había equivocado y me preguntaba si lo admitiría o lo disimularía. Si lo admitía, le daría la mejor nota, porque se trataba de una competición entre dos profesionales. Competíamos, no por la señora Fowler –pobre Maudie— sino por quién tenía autoridad. A pesar de que, en mi caso, había rechazado la autoridad.

Un bolígrafo entre sus bonitos labios, arrugó el entrecejo sobre los papeles esparcidos encima de la rodilla levantada, mientras se mantenía sobre una sola pierna.

—Muy bien, tendré que investigar —dijo. Supe muy bien que lo dejaría correr. Ah, qué bien conozco aquella mirada suya, en la que una ha decidido interiormente no hacer nada, mientras que aparenta una confiada competencia.

Se disponía a irse. Le dije:

—Si puedo convencerla, ¿a qué servicios tiene derecho?

—La ayuda domiciliaria, naturalmente. Pero lo intentamos con anterioridad y no funcionó. Una Buena Vecina, pero no la quiso... —me miró rápida y dudosa y siguió—: No tiene derecho al servicio de «Comidas a domicilio», porque se puede mover y nosotros tenemos tantas peticiones...

—Pasa de los noventa años —dije. —¡También las otras!

—¿Lo arreglará para que pueda venir una enfermera?

—Pero ella dice que no la quiere. No podemos imponernos. ¡Ellos tienen que colaborar! —esto lo dijo con un tono triunfal, se había apuntado un tanto.

Subió los peldaños y se metió de prisa en un Escort rojo; me saludó con la mano al arrancar. Encantada de perderme de vista. Una sonrisa radiante en un cuerpo que decía; «Estas aficionadas, ¡qué latazo!».

Volví llena de remordimientos junto a Maudie, porque habíamos hablado de ella a sus espaldas. Desviaba la cara y permanecía en silencio.

—¿Qué han decidido, pues? —dijo al final.

—Señora Fowler, en serio creo que debería aceptar algunos servicios, ¿por qué no?

Le temblaba la cabeza y su cara podía pasar por la de la Bruja Malvada.

—Lo que quiero es la comida a domicilio, pero no quieren concedérmelo.

—¿No quiere la ayuda domiciliaria?

—No. Me mandaron a una auxiliar. Dijo: ¡Dónde tiene el aspirador! Se le caían los anillos por barrer una alfombra. Se instaló aquí a beber mi té y comerse mis galletas. Cuando la mandé a la compra, no estaba dispuesta a dar ni un paso suplementario para ahorrar un penique, pagaba lo que fuera, yo puedo comprar más barato que ella, por lo que le dije que no volviera.

—Bien, en cualquier caso... —y advertí que mi tono de voz era distinto.

Casi me había avergonzado, al contemplar a Hermione y verme a mí misma, aquel bonito encanto halagador, como si ella mirara (¡y yo mirara!) al público: ¡qué bien lo hago! Soy tan atractiva y amable... Luchaba por ahuyentar aquella nota de mi voz, por ser directa y sencilla:

—En cualquier caso, pienso que debería considerar lo que puede tener. Para empezar, eso de una enfermera cada mañana, mientras esté indispuesta.

—¿Por qué debería necesitar una enfermera? —preguntó, la cara desviada.

Esto quería decir: ¿Por qué, si vienes un par de veces al día? Y, también, ¿Por qué debes hacerlo?, no te incumbe. Y, con mayor fuerza,
Por favor, por favor
.

De haber estado con Hermione, mi marido, Joyce o mi hermana Georgie, hubiera dicho: Menudo chantaje sentimental, no vas a conseguir
esto
. El olfato de los de nuestra ralea para todo lo que es ventaja, sacada o concedida.

Cuando me fui, ya le había prometido que seguiría con las visitas mañana y tarde. Y que los llamaría a «ellos» para decirles que no quería una enfermera. Al despedirnos, se mostró fría y enfadada, desesperada por su desamparo, porque sabía que no debía esperar demasiado de mí y porque...

Aquí estoy, también yo me siento bastante furiosa, con la sensación de estar atrapada. Y me he pasado toda la tarde en el baño, pensando.

Sobre lo que me importa de verdad. Mi vida, mi vida real, se halla en la oficina, en el trabajo. Debido a que trabajo desde los diecinueve años y siempre para la misma revista, lo he dado por descontado, no he advertido que ésta
es
mi vida. Ya formaba parte de la revista en su concepción antigua, he sido partícipe de los tres cambios, con el segundo que, en parte, fue obra mía. Con Joyce conseguimos que se llevara a cabo. Estoy allí antes que ella: entró como directora de producción, a mediados de los años sesenta, cuando yo ya llevaba allí quince o veinte años, después de abrirme paso por todos los departamentos. Si hay alguien en la revista de quien se pueda decir que es
Lilith
, ésta soy yo.

No obstante, ni lo pienso. Y no voy a arriesgar aquello que me importa por Maudie Fowler. Iré a Munich, no un par de días, como dije hoy, sino los cuatro habituales y le diré que debe aceptar la enfermera.

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