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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Demonio de libro (17 page)

BOOK: Demonio de libro
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—¿Quién es tu nuevo amigo? —preguntó Quitoon perezosamente.

—No es más que un pastelero, no tienes por qué hacerle daño.

—Es el fin del mundo tal y como lo conocemos, señor B. ¿Qué puede importar, en un sentido u otro, que muera un pastelero?

—No importa. No importa más que si vive.

Quitoon esbozó su perversa y brillante sonrisa.

—Tienes razón —dijo encogiéndose de hombros—, no importa. —Apartó su maliciosa mirada del pastelero y la volvió hacia mí—. ¿Qué es lo que te llevó a seguirme? —preguntó—. Creí que nos habíamos separado en la carretera y que aquel era el final de todo lo que había entre nosotros.

—Y así fue.

—¿Entonces qué ocurrió?

—Estaba equivocado.

—¿Sobre qué?

—Sobre seguir sin ti. Me pareció… me pareció que no tenía… ningún sentido.

—Estoy conmovido.

—No suenas conmovido.

—Ahora te decepciono. Pobre Jakabok. ¿Esperabas una gran escena de reconciliación? ¿Esperabas tal vez que cayésemos llorando uno en los brazos del otro? ¿Y que yo te dijese todas las cosas tiernas que te digo en tus sueños?

—¿Qué sabes tú sobre mis sueños?

—Huy, mucho más de lo que imaginas —me respondió.

Ha estado en mis sueños
, pensé.
Ha leído el libro de mis pensamientos oníricos
. Incluso se había incluido en ellos para divertirse. Tal vez Quitoon era la razón por la que yo había soñado con aquella extraña boda. Tal vez no era la expresión de mi deseo antinatural, sino del suyo.

Saber aquello me consoló extrañamente; si el idilio de nuestra boda había sido invención de Quitoon, entonces quizá me encontraba más a salvo de su ataque de lo que había imaginado. Tan solo una mente encaprichada con alguien podría concebir una felicidad como la que yo había soñado: los árboles en flor flanqueando el sendero que conducía al punto exacto en el que contraeríamos matrimonio, la brisa agitando sus ramas perfumadas y llenando el aire de pétalos que parecían mariposas de una sola ala y que caían suavemente sobre el suelo.

Bueno, recordaría a Quitoon esta visión cuando estuviésemos solos. Lo sacaría a rastras maldiciendo y chillando de aquel cuarto que poseía en alguna parte, lleno de trajes y disfraces; el lugar donde trabajaba para tener poderes sobre mí.

Pero por ahora el único asunto urgente era evitar que mi ex amigo me prendiese fuego allí mismo. No podía evitar recordarlo mirándome mientras estaba tirado en la mugrienta acequia. Entonces no había salido de sus labios sonrisa alguna; tan solo cuatro palabras:

«Gusano, prepárate para arder», había dicho. ¿Era eso lo que estaba pensando ahora? ¿Se estaba avivando un fuego letal en el horno de su estómago, listo para ser vomitado cuando considerase que el momento era el oportuno?

—Pareces nervioso, señor B.

—Nervioso no, solo sorprendido.

—¿De qué?

—De que estés aquí. No esperaba volver a verte pronto.

—Entonces te pregunto una vez más: ¿por qué me seguiste?

—No lo hice.

—Eres un mentiroso. Un mal mentiroso. Un mentiroso terrible. —Sacudió la cabeza—. Eres un caso perdido. ¿No has aprendido nada con los años? Si no eres capaz de contar una mentira decente, entonces dime la verdad. —Echó una mirada al pastelero—. ¿O estás intentando preservar algún resquicio de dignidad por este imbécil?

—No es un imbécil. Hace pasteles.

—Ah, bueno. —Quitoon estalló en carcajadas. Se estaba divirtiendo de verdad con aquello—. Si hace pasteles, no me extraña que no quieras que sepa tus secretos.

—Son pasteles muy buenos —dije.

—Eso parece, porque los ha vendido todos. Va a tener que hacer unos cuantos más.

En ese momento intervino el pastelero, lo cual por suerte desvió la mirada de Quitoon.

—Te haré unos cuantos —le dijo a Quitoon—. Puedo hacerte pasteles de carne, pero soy más conocido por los dulces. El pastel de miel y albaricoque es el favorito de mis clientes.

—Pero ¿cómo vas a cocerlos? —preguntó Quitoon. Ya había oído antes ese tono cantarín de fascinación fingida en su voz y no era una buena señal.

—Déjalo en paz —le pedí.

—No —respondió él, con la mirada fija en el pastelero—. No creo que lo haga. De hecho, estoy seguro de ello. Me estabas hablando —dijo dirigiéndose al pastelero— de tus pasteles.

—Solo decía que me salen mejor los dulces.

—Pero aquí no puedes hacerlos, ¿no?

El pastelero parecía algo desconcertado por la obviedad del comentario. Deseé en silencio que su desconcierto lo mantuviera callado para que aquel jueguecito mortal al que Quitoon estaba jugando pudiera concluir sin heridos.

Pero no. Quitoon había comenzado el juego y no estaría contento hasta que lo acabase.

—Lo que quiero decir es que no haces pasteles fríos, ¿verdad?

—¡Dios del Cielo, claro que no! —exclamó el pastelero entre risas—. Necesito un horno.

Si se hubiera detenido ahí, aún se podría haber evitado lo peor, pero aquello todavía no había acabado. Sí, necesitaba un horno…

—Y un buen fuego —añadió.

—¿Un fuego, dices?

—Quitoon, por favor —le rogué—. Deja que se vaya.

—Pero has oído lo que quiere este hombre —replicó Quitoon—. Lo has oído de su propia boca.

Dejé de suplicar; sabía que no servía de nada. El peculiar movimiento, como una sutil sacudida que precedía al lanzamiento del fuego, se estaba produciendo ya en el cuerpo de Quitoon.

—Él quería un fuego —me dijo— y tendrá un fuego.

En aquel momento, justo cuando las llamas brotaron de los labios de Quitoon, hice algo inesperado y estúpido: me arrojé entre el fuego y su objetivo.

Ya me había quemado antes. Sabía que incluso en un día como aquel, repleto de pequeños apocalipsis, el fuego no podía causarme mucho daño. Pero las llamas de Quitoon poseían inteligencia propia y se dirigieron en el acto adonde podían causar más estragos, que eran, por supuesto, aquellas partes de mi cuerpo donde el primer fuego no me había alcanzado. Le di la espalda mientras le gritaba «¡Vete! ¡Vete!» al pastelero y me arrojé tras el mostrador, donde el charco de la sangre del carnicero era tres veces más grande que cuando lo había visto por primera vez. Me tiré sobre la sangre como si de un manantial de agua fría se tratase y rodé sobre ella. El olor era asqueroso, claro, pero no me importaba. Podía oír el satisfactorio chisporroteo de mi carne abrasada extinguiéndose en la amable aportación del buen carnicero. Unos segundos más tarde me levanté, echando humo y goteando sangre, y salí de detrás del mostrador.

Era demasiado tarde para interceder de nuevo por el pastelero: Quitoon lo había atrapado en la puerta y estaba envuelto en llamas, con la cabeza hacia atrás y la boca totalmente abierta, aunque enmudecida por su primera y última inhalación del fuego. En cuanto a Quitoon, que caminaba despreocupado alrededor del hombre ardiendo, arrancó una ambiciosa llama de la conflagración y la dejó bailar entre sus dedos un momento antes de cerrar el puño para extinguirla. Y mientras jugaba y el hombre se abrasaba, Quitoon le hacía preguntas tentándolo con la posibilidad de acabar rápidamente con su sufrimiento como premio a sus respuestas (un movimiento de cabeza para el sí y dos para el no). Lo primero que quería saber era si el pastelero había quemado alguna vez alguno de sus pasteles. Un movimiento.

—Y se pusieron negros, ¿verdad? Otro movimiento.

—Pero no sufrieron. Estoy seguro de que eso era lo que tú esperabas, ya que eres un buen cristiano.

Un nuevo movimiento afirmativo, aunque el fuego consumía con rapidez el poder de autocontrol del pastelero.

—Sin embargo, estabas equivocado —prosiguió Quitoon—. No hay nada que no conozca el sufrimiento. Nada en todo el mundo. Así que sé feliz en tu fuego, pastelero, porque…

Se detuvo y una expresión de perplejidad se dibujó en su rostro. Ladeó la cabeza, como si estuviera escuchando algo difícil de oír con el sonido de las llamas. Pero aunque el mensaje estaba incompleto, había captado su sentido general y estaba consternado.

—¡Malditos sean! —gruñó y, empujando a un lado al pastelero con indiferencia, se dirigió a la puerta.

Pero cuando llegó al umbral, una gran claridad mucho más intensa que el sol se arrojó sobre él. Vi que Quitoon se estremecía y entonces, cubriéndose la cabeza con las manos como para protegerse de una lluvia de piedras, salió corriendo a la calle.

No pude seguirlo; era demasiado tarde. Los ángeles se dirigían a aquella sórdida tienducha y todos los pensamientos sobre Quitoon desaparecieron de mi cabeza. Las presencias celestiales no estaban conmigo en carne y hueso, ni tampoco hablaban con palabras que se puedan reproducir aquí del mismo modo que he reproducido las mías.

Se movían como un campo de innumerables flores, cada una de ellas iluminada por el resplandor de miles de velas, y sus voces resonaban en el aire mientras llamaban al alma del pastelero. Vi cómo este se levantaba haciendo caso omiso de los resquicios ennegrecidos de su cuerpo (su alma tomó la forma del bebé, el niño, el joven y el hombre que había sido, todo en uno) y se dirigió a su brillante y bondadosa compañía.

¿Es necesario que te diga que no pude seguirlo? Yo no era más que un excremento en un lugar en el que la gloria estaba en movimiento y, junto a ella, el pastelero, cuya alma iluminada ya se había familiarizado con la danza de la muerte a la que había sido invitado. Él no era el único humano que había allí. Lo que la esposa del pastelero, Marta, había denominado presencias celestiales, habían recogido a otros, incluidas las dos víctimas anteriores de Quitoon, a quienes había visto arder en la calle, y también al carnicero y a su esposa. Todos danzaban a mi alrededor, indiferentes a las leyes del mundo físico, algunos elevándose hasta el techo y descendiendo en picado como pájaros jubilosos y otros moviéndose con gracia bajo mis pies en la mugre donde los muertos normalmente solían yacer hasta pudrirse.

Incluso ahora, aun con el paso de los siglos, cada vez que pienso en su beatífica luz, sus danzas y sus mudos cánticos, cada uno de ellos (luz, danzas y cánticos) unidos de un modo exquisito a una parte de los demás, mi estómago sufre espasmos y me cuesta contener las ganas de vomitar. Había una amarga elocuencia en las vibraciones que flotaban en el aire; y en la luz de los ángeles, una mezcla de elegancia y furia desgarradora. Como cirujanos armados con incandescencia en lugar de bisturís, abrieron una puerta de carne y hueso en medio de mi pecho por la que entraron sus espíritus para estudiar las incrustaciones de pecado que se habían acumulado dentro de mí. Yo no estaba preparado para tal examen, ni para la posibilidad de que se llevase a cabo juicio alguno. Quise salir de aquel lugar, de cualquier lugar donde pudieran encontrarme, o lo que es lo mismo, tal vez quise morir porque, al sentir sus voces y su luz, supe que nunca volvería a estar seguro en ningún sitio, excepto en los brazos de la inconsciencia.

Entonces hicieron algo mucho peor que tocarme con su presencia: se marcharon y me dejaron sin ellos, lo que era aun más terrible. No había oscuridad más profunda que la simple luz del día en la que me dejaron, ni sonido más desgarrador que el silencio que reinó cuando partieron.

Sentí una enorme rabia. ¡Por Dios! Nunca había albergado una rabia similar en mi interior, ni yo ni ningún demonio, lo juro; desde la mismísima Caída no había existido una furia como la que se apoderó de mí en ese momento.

Eché un vistazo a la carnicería y mi visión, como si el brillo de los ángeles la hubiera agudizado, percibía todo con una detestable claridad. Las miles de cosas diminutas que antes habrían pasado desapercibidas a mi mirada demandaban ahora el respeto de mi análisis y mis ojos no podían resistirse. Cada una de las grietas de las paredes y el techo trataba de seducirme con sus adorables detalles. Cada gota de sangre del carnicero que salpicaba las baldosas me pedía que esperase con ella mientras se solidificaba. ¡Y las moscas! Las miles de moscas insaciables que habían sido llamadas por el hedor a muerte volaban en círculos por la habitación movidas, tal vez, por algún tipo de variedad de la furia que se había apoderado de mí. El mosaico de sus ojos exigía un respetuoso estudio por parte de los míos, mientras que ellas, a cambio, me observaban a mí.

Todo lo que quedó del ser físico del pastelero fue una forma humeante y ennegrecida cuyos miembros se mantenían rígidamente pegados al cuerpo debido al calor que había tensado sus músculos. Su esencia, por supuesto, había partido con las huestes angelicales para presenciar glorias que yo nunca conocería y para vivir una felicidad que yo nunca alcanzaría.

Mientras permanecía allí, medio enloquecido, de pronto comprendí algo más doloroso que cualquier herida: yo nunca formaría parte de la clase angelical; nunca sería adorado y aclamado. Así que decidí que, si era capaz de escapar de mi vil y accidentada situación, haría lo posible por ser la peor cosa que el Infierno hubiese vomitado nunca. Sería todo lo que Quitoon había sido, pero multiplicado por mil. Sería un destructor, un torturador, una voz de la muerte en los palacios de la gente importante y buena. Sería un asesino de toda forma de adorable inocencia: bebés, vírgenes, amantes madres, piadosos padres, leales perros, pájaros cantores. Todos ellos caerían ante mí.

Toda la luz que habían arrojado los ángeles yo la convertiría en tinieblas. Sería algo más imaginario que palpable, una voz que no hablaría con palabras, sino con órdenes de las sombras; mis dos manos, estas manos que levanto ahora ante ti, llevarían a cabo felizmente sencillas crueldades que me impedirían olvidar quién fui antes de convertirme en la encarnación de la oscuridad: arrancar ojos, clavar las uñas en nervios, estrujar corazones entre mis palmas…

Vi todo esto no como lo acabo de escribir, una cosa tras otra, sino todo a un tiempo, de modo que era el mismo Jakabok Botch que había entrado en la carnicería unos minutos antes, y al momento siguiente, alguien totalmente distinto. Yo era el asesinato y la traición; el engaño, el fanatismo y la ignorancia intencionada; yo era la culpa, la codicia, la venganza; era la desesperación, la corrupción y el odio. Con el tiempo acabaría incitando a las lapidaciones a la luz de la luna y a los linchamientos a medianoche. Enseñaría a los niños a encontrar las piedras más afiladas y a los jóvenes a hacer nudos en las sogas que provocasen una muerte lenta. Me sentaría con las viudas junto a sus hogares y, contemplando cómo las llamas lamían la garganta de la chimenea, les rogaría que me dijesen qué formas había tomado El Viejo en tiempos inmemoriales, para saber qué cara tendría que poner para causar terror en las entrañas de mis futuras víctimas.

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