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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

De cómo me pagué la universidad (3 page)

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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Supongo que a mi manera no soy feo. Mi cuerpo es un poquito más fofo de lo que a mí me gustaría (ya que la proporción entre mi consumo de pastelitos de nata y mi asistencia a clases de baile no es la correcta), pero tengo buen aspecto, mientras lleve la camisa por fuera. Además, a las chicas siempre les ha gustado jugar con mi pelo rizado, y quejarse de que están celosas de mis pestañas, que son largas y espesas, como las de un camello o las de Liza Minelli. Aun así, Kelly es todo aquello que un chico adolescente quiere de una chica: es delgada, rubia y, lo que es más importante, le gusta pasárselo bien. En los primeros años del instituto era una animadora del equipo, pero hubo algún tipo de pelea con las del equipo el verano anterior al segundo curso y buscó refugio con Los de Teatro. Pese a todo, sigue habiendo algo completamente de clase prepotente, de WASP, en Kelly, pese a que sus antepasados eran irlandeses católicos. Después de todo, vive en Wallingford Heighs, un barrio tan exclusivo que para poder residir allí prácticamente te hace falta un análisis de sangre, o quizá debería decir un análisis de sangre azul. Observo cómo realiza el número de
Hand jive
, y me pregunto si después tendremos tiempo para un numerito de magreo.

El coro tiene dificultades para seguir la extraña coreografía bizantina de la Asquerosa Renée, que ha decidido que cada maldita sílaba sea acompañada de un supuestamente adecuado gesto manual, por lo que el efecto global no es el de un baile, sino más bien el de una interpretación simultánea del lenguaje de signos para la gente con discapacidad auditiva, pero yo aplaudo con fuerza cuando terminan. Es importante darles ánimos a los del coro.

—De acuerdo, chicos, ya está, nos vemos mañana por la mañana —dice la Asquerosa Renée.

Le hago una señal de apreciación con los pulgares y ella parece estar agradecida, como si mi opinión le importara algo, que supongo que debe de ser así. Al fin y al cabo, es el cuarto año consecutivo que tomo clases de baile en Nueva York, y mi profesor de voz estuvo en el coro de la obra
Sweeney Todd
, en Broadway.

Me planto sobre el escenario con un ágil salto (me encanta poder plantarme sobre el escenario con un ágil salto) y saludo a Kelly acercándola hacia mí y restregándome contra ella mientras algunos chavales de noveno curso nos miran anonadados. Kelly me responde envolviendo mi cintura con una pierna interminable, a modo de cinturón.

—Tienes aspecto de estar en llamas —le digo.

—Tengo muchísimo calor —dice, abanicándose.

Ésa no era la respuesta que yo esperaba, pero no digo nada.

—Hemos tenido que hacer ese número algo así como cien veces, y Doug sigue sin hacerlo bien —dice.

Le echo una mirada a él mientras practica los pasos con la Asquerosa Renée, observando el modo en que mueve los brazos, como si intentara hacer aterrizar un avión. Si no supiera de qué va la cosa, me acercaría corriendo y le metería un lápiz en la boca, para evitar que se tragara la lengua.

—Ya lo conseguirá —le contesto—. Harás que parezca que le sale bien.

Aparto los mechones de pelo de Kelly para poder verle los ojos. A distancia parecen ser verdes, pero en cuanto te acercas lo suficiente te das cuenta de que, en realidad, son de dos colores diferentes, y que el izquierdo es un poco más marrón, mientras que el derecho es más azulado. A ella le da vergüenza, pero a mí me gusta, es como si fuera dos personas a la vez. Le beso la nariz pecosa.

—En serio, Edward —dice—, es el tío más salido que he visto en mi vida. Con sólo bailar con él me siento una chica sucia.

—Tú no eres una chica sucia —le digo—. Solamente un tanto sudorosa.

Kelly se ríe, como si fuera una ametralladora. Me encanta hacerla reír. Tomo nota mental de vigilar de cerca a Doug y me vuelvo a apretar contra ella, como si estuviera marcando mi territorio.

Doug me espía con la mirada y se pasea despreocupado, sonriendo como si se tratara de un chiste privado, y fuera un chiste verde. Puede que baile fatal, pero tengo que reconocer que le ha pillado el tranquillo por completo a Danny Zuko.

—Eh, Ángel Adolescente, mantén las manos alejadas de Sandy, es mi novia —dice, haciendo girar a Kelly y haciéndola descender de golpe. Acto seguido, chasqueando a nada en particular, alza la mano para que la hagamos chocar.

Odio entrechocar la mano con alguien. Me dan ganas de decirle: «Escucha, es 1983, no 1968, somos blancos, y siempre vamos a ser blancos. Si vas a pasar tiempo con nosotros este verano, tienes que dejar de llamarnos por los nombres de nuestros personajes cuando estamos fuera de escena, porque es de pardillos de primero».

Sin embargo, no lo hago. En vez de eso, levanto mi mano y choco esos cinco.

Cobardica.

No lo puedo evitar. Después de todos estos años durante los que he sido atormentado por chicos iguales a Doug Grabowski, no puedo creer que sea la persona a quien él desea impresionar. Yo, Edward Zanni, Uno de los de Teatro. Me pide que observe cómo él y Kelly hacen la combinación de pasos una vez más, y me doy cuenta de que el mero hecho de pronunciar la palabra «combinación» le produce un subidón, como si formara parte de una jerga secreta teatral sofisticada. Recuerdo aquel día el año pasado cuando Doug sobresaltó a toda la escuela y se presentó a la audición del coro, él, un jugador de fútbol americano, y cómo me pidió que le ayudara a leer música, y cómo finalmente le convencí de que tenía la perfecta cualidad de tipo duro para interpretar a Danny Zuko. Y ahora le miro, atacando unos pasos de baile con un entusiasmo desvergonzado —sin esa manera falsa de hacer las cosas llena de testosterona que suelen tener los atletas cachas— y resulta, no sé, supongo que resulta algo alegre, como si estuviera iluminado desde dentro. Le observo mientras sonríe, se ríe de sus propios fallos; me doy cuenta de que Paula tiene razón. Doug adora cada instante de esto. Está más vivo de lo que jamás haya estado antes.

Es Uno de los de Teatro.

Hay algunos momentos cristalinos en la vida de una persona en los que tu destino aparece ante ti de manera absolutamente clara, como cuando yo tenía nueve años y canté
Where is love?
del musical
Oliver
, en un espectáculo del colegio y me di cuenta en ese preciso instante de que no quería estar en ningún otro sitio que no fuera sobre un escenario, o cuando vi la película
Fama
y supe que mi destino era vivir en Nueva York y llevar calentadores. Ahora miro cómo Doug Grabowski se tropieza y mi misión aparece claramente ante mí: debo transformar a este torpe musculitos salido en un hombre cultivado, sensible y con cultura. Voy a ser como el profesor Henry Higgins en
My fair lady
, y él será Eliza Doolittle.

Cuando Kelly y Doug terminan, les pregunto si quieren ir a la ciudad el sábado para conseguir
dospor
para
A chorus line
.

—¿Qué es
dospor
? —pregunta Doug.

Comienza la clase.

—En el medio de Times Square hay un tenderete que vende entradas a mitad de precio para los espectáculos de Broadway, y son para el mismo día —le informo—. Dos por uno, ¿entiendes? Tú ya has estado en la ciudad, ¿verdad?

—Sí, claro —contesta Doug—. El último día de San Patricio fui con los del equipo y, tío, nos emborrachamos como cubas, fue genial. Boonschoft se desmayó en el tren con la boca abierta y le pegamos el billete a la lengua.

Encantador.

—Pero ¿nunca has ido a un espectáculo de Broadway?

Doug adopta la posición de descanso de un militar para pensar.

—Cuando era pequeño una vez vi el espectáculo de patinaje sobre hielo en el Madison Square Garden —dice.

—No cuenta, así que ¿te apuntas a lo del sábado?

—Claro.

Justo en ese momento oigo una voz detrás de mí que dice:

—¿Qué hacemos este sábado?

Me doy la vuelta y, frente a mí, o quizá debería decir debajo de mí se alza el diminuto y omnipresente Nathan Nudelman, ansioso, como siempre, por insinuarse en mis planes con una determinación que solamente podría describirse como infecciosa.

Mierda.

Tres

M
i padre me dio un único consejo cuando mi madre se fue: «Chico, nunca rechaces una comida gratis». En consecuencia, he gorroneado cenas de mis amigos desde sexto curso. Habiendo dicho esto, Al decidió que deberíamos comer juntos al menos una noche a la semana, y eso es lo que llevamos haciendo todos los miércoles en Mamma's, una pizzería en el centro de Wallingford. Como no tenemos absolutamente nada en común, aparte de los genes y nuestro doloroso pasado, Al también decidió que serían «cenas de negocios», en las que nos enseñaría a mí y a mi hermana cosas sobre negocios y cómo deducir impuestos con los gastos.

Odio los negocios. Soy un artista, no un hombre de negocios. Odio la contabilidad y odio las noches de los miércoles y, como resultado, odio un poco a mi padre.

Al es el jefe de la parte financiera de Wastecom, una de las múltiples empresas de Nueva Jersey que se dedica al tratamiento de los residuos sólidos, también conocido como TS, que no debe ser confundido con las ETS, o enfermedades de transmisión sexual, una amenaza sanitaria completamente diferente.

—Sabes, hay mucha seguridad laboral en los residuos tóxicos —dice Al.

Al.

Con franqueza, no sé cómo puedo proceder de este hombre. Me parezco a mi madre, lo cual no solamente significa que soy un espíritu libre, sino que me resulta intolerable estar cerca de Al Zanni. Es un buen tipo, supongo, en un estilo poco sofisticado de Nueva Jersey, pero su alma no contiene poesía. Al y yo coincidimos en una única cosa: a los dos nos encanta Frank Sinatra. Si eres de Hoboken, eso es prácticamente un requisito. Olvidaos de Springsteen. Por lo que a mí respecta, el único hijo de Nueva Jersey que realmente cuenta es Sinatra.

Permanezco en la puerta de Mamma's esperando a Al. Desde el este se aproximan rápidamente unas nubes de tormenta estilo Spielberg, mientras el sol vespertino luce bajo, al oeste, iluminando los árboles desde abajo, dándoles un gran relieve contra el cielo gris color lavanda, tal y como sucede en los musicales en technicolor de la MGM de los años cuarenta. Me pongo mis nuevas gafas de sol para aumentar el efecto. Las gafas tienen una especie de tinte rosado que hace que todo lo que veo tenga un barniz sonrosado; estoy contento por haberme comprado algo que no necesariamente me hace parecer mejor frente al mundo (supongo que son un tanto amariconadas), pero que hacen que el mundo me parezca mejor a mí.

Al llega en su Corvette descapotable rojo, o, tal y como a mí me gusta llamarlo, su Crisis de la Mediana Edad. Comprueba el estado de su pelo en el espejo retrovisor, que parece un tupé pero no lo es, y acto seguido extrae su figura osuna y corpulenta del coche y le tira las llaves al aparcacoches. Al tiene el cuerpo de un jugador de fútbol que hace tiempo que dejó de entrenar, que es precisamente lo que es él, lo cual también explica por qué el mequetrefe de su hijo artista es un completo misterio para él. Esta noche se ha puesto más colonia de la habitual (si eso es posible) y lleva una camisa de seda de manga corta, con dos, no, un momento, con tres botones desabrochados, que dejan ver un par de cadenas de oro. Lleva los calcetines de golf demasiado altos, por lo que se parece a Elvis después de haber engordado.

Karen, mi hermana mayor, va con él porque ha perdido su carné de conducir debido a que le han puesto una multa por conducir bajo los efectos del alcohol. Permanece repantigada en el asiento del copiloto, con cara de estar enfadada o colocada (con toda probabilidad, son las dos cosas), y su figura demasiado delgada está doblada como un bumerán. Aparto los mechones estilo labrador de su pelo y examino sus pupilas mientras Al le da una lección al aparcacoches de cómo conducir apropiadamente su Crisis de la Mediana Edad.

—Estás colocada, ¿verdad? —le pregunto.

—¿Se te ocurre una manera mejor de aguantar esta cena? —murmura.

—¿Simular tu propia muerte?

—No vale la pena, tengo el hambre voraz
postporro
.

La puerta de entrada de Mamma's se abre de par en par y aparece Paula, vestida con su uniforme blanco y negro de camarera. O mejor debería decir su versión de un uniforme blanco y negro de camarera. Ha decorado todo con encaje, por lo que parece más una mucama francesa; una muy bien alimentada.

—¡Hola, familia Zanni! —grita alegremente con el entusiasmo de un presentador de un concurso de la tele—. Les he reservado una mesa en mi sección.

—Paula, ¿cómo estás? —dice Al, abriendo los brazos en ese típico gesto que los hombres italoamericanos creen que resulta simpático, mientras las mujeres italoamericanas saben perfectamente que solamente implica que van a ser pellizcadas. A mí simplemente me da una palmadita en la mejilla al pasar, su saludo habitual.

—Hola, señor Z.

Paula ofrece su mejilla para que él se la bese, pero en su lugar Al toma la cara de Paula entre sus manos peludas y la besa en los labios.

Agh.

Entonces le dice lo mismo que siempre le dice:

—Me parece que has perdido algo de peso.

—¿En serio? —dice Paula, exhibiendo una sonrisa de esas en las que aprieta las muelas—. Juraría que lo tenía todo cuando entré hoy a trabajar.

—No, definitivamente estás perdiendo peso. Eddie, ¿a que está perdiendo peso?

—Sí, papá, igual que nosotros, al estar aquí de pie, esperando —le digo—. ¿Podemos entrar?

—Te diré algo —articula Al mientras el sol se refleja en su Rolex cuando pone uno de sus dedos, que son como morcillas, ante la cara de ella—. Mantente alejada de los
cannoli
y serás una verdadera Sofia Loren.

Paula le da las gracias; estoy seguro de que sus muelas ya se deben haber convertido en polvo fino.

Al la rodea con un brazo.

—Y bien, ¿cuáles son tus planes para el otoño?

Karen se sienta en el bordillo de la acera.

—Voy a ir a Juilliard, señor Z., ¿se acuerda?

Solamente se lo habrá dicho un millón de veces.

Estoy tremendamente celoso de que ella vaya antes que yo, pero me tomo su entrada en la escuela como una buena señal. Después de todo, prácticamente somos la misma persona.

—Claro, claro —dice Al—. No obstante, ¿a qué echarás mano en un futuro?

Odio cuando la gente dice eso. Es como admitir la derrota antes de que hayas empezado.

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