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Authors: Manuel Gutiérrez Nájera

Tags: #Cuento, Relato

Cuentos frágiles (8 page)

BOOK: Cuentos frágiles
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—¡Caballero, ni una palabra más, o envío a usted mis padrinos! ¡Pues no faltaba más! ¿Conoce usted acaso las condiciones del arrendamiento?

—No, pero yo estoy pronto a subscribirlas siempre que sean justas y racionales.

—Oiga usted:

ART. 1° El inquilino se acostará a la misma hora que su propietario, para no turbar el reposo de este último que ocupa precisamente el entresuelo.

ART. 2° El inquilino vestirá invariablemente trajes claros para no contristar el ánimo del propietario, si por una casualidad lo encuentra en la escalera.

ART. 3° El inquilino se asomará al balcón dos veces cuando menos en el día, frotándose las manos satisfecho, con el fin de acreditar el buen orden y excelente servicio de la casa.

—¿Y cuando llueva?

—Se asomará con un paraguas… Continúo. El inquilino no entrará nunca en la casa sin fijarse con cierta complacencia en los detalles de la arquitectura, ni tendrá embarazo alguno en hacer patente, de viva voz, el entusiasmo que le produce la fachada. Mientras más gente reúna será mejor.

ART. 4° El inquilino invitará a comer al dueño todos los días 15, cuidando, por supuesto, de no llevarlo a ningún figón o fonda de segunda clase.

AUMENTO AL ART. 4° Estas comidas mensuales tienen por objeto el estrechar las amistades entre inquilino y propietario. No está prohibido al inquilino el ir acompañado de su novia.

ART. 5° El inquilino saludará muy cortésmente a su portero, que es primo, por afinidad, del propietario.

ART. 6° Los artistas y los literatos que vengan a visitar al inquilino subirán por la escalera de la servidumbre.

—¿Ya no hay más, señor?

—Quedan algunos artículos suplementarios que haré conocer a usted en su debido tiempo.

—Pues bien, todo es muy justo y muy sensato…

—Se me olvidaba… ¿No es usted masón?

—No.

—Pues lo siento. Mi mujer tiene vivísimos deseos de conocer esos secretos.

—Si usted quiere, haré que me presenten en alguna logia.

—Lo estimaré muchísimo.

—Conque quedamos en que treinta pesos…

—Dispense usted…

—¿Todavía más?

—Había olvidado preguntarle, ¿por qué dejó su antiguo domicilio?

—¡Yo, por nada! Porque arrojé por el balcón al propietario.

LAS MISAS DE NAVIDAD

He salido a flanear un rato por las calles, y en todas partes, el fresco olor a lama, el bullicio y ruido de las plazas y la eterna alharaca de los pitos han atado mis pensamientos a la Noche Buena. Es imposible que hablemos de otra cosa. Las barracas esparcidas miserablemente en la Plaza Principal han estado esta tarde más animadas que nunca. Los vendedores ambulantes no han podido fijarse un solo instante. A cada paso tropiezo con acémilas humanas, cargadas de pesados canastones, por cuyas orillas asoman los tendidos brazos de una rama de cedro, o las hebras canas del heno. A trechos, rompiendo la monotonía de aquella masa humana vestida de guiñapos, asoma una coraza aristocrática y un sombrero de Devonshire. Cogido de la mano de su hermana, va un niño de tres años, mirando con ojos desmesuradamente abiertos cada cosa, y lanzando gritos de alegría, como notas perladas, cuyo revoltoso compás lleva con las carnosas manos impacientes. La luz de las hogueras y de los hachones, llameando velozmente, comunica a las fisonomías ese reflejo purpúreo que ilumina las pinturas venecianas. Ahí distingo el cuerpo esbelto y elegante de la señorita C…, la reina de la delgadez aristocrática, cubierto por un vestido seda perla con grandes rayas negras. Lleva un niño de la mano, y, encorvando su cuerpo graciosamente, espera que el vendedor de tostada cara y gruesas manos llene el cesto que sostiene en sus brazos un lacayo. Es la Diana de Juan Goujon en el mercado.

Una muchedumbre desarrapada circula trabajosamente por la plaza. Los gritos de los mercachifles, que pregonan sus objetos, aturden el oído, junto con el destemplado quejar de algunos pitos, semejante a crujido agrio y rasposo de una falda de seda al desgarrarse. Las velas cloróticas que alumbran las barracas esparcen una luz amarillenta, que contrasta con el rojo radical de los hachones. De cuando en cuando se aproxima un coche, llega, se detiene, salta el lacayo del pescante, se abre la portezuela, cae el estribo y un pie perfectamente aprisionado en un botín irreprochable toca el suelo. Tras de la polla que ha saltado primero del carruaje, y cuyo rostro estamos habituados a mirar en el palco ambulante del paseo y en el trois quarts inmóvil del teatro, descienden los pequeñuelos hermanitos y la mamá que se adelanta paso a paso. A una distancia respetuosa, y colgada del brazo una canasta enorme, viene el lacayo con su librea color de hoja marchita.

Igual animación reina en las calles. Los cajones permanecen abiertos y con los aparadores iluminados hasta muy entrada la noche. Apenas es posible transitar por las aceras. Algunas amas, a quienes la noche ha sorprendido, trotan, temiendo llegar muy tarde, por el embanquetado, tirando de la mano al niño perezoso que se resiste a empeñar una carrera. Junto al cristal de cada aparador se agrupan los curiosos transeúntes, y observan con fijeza, ya las velas microscópicas de esperma, que han agotado todos los colores del iris, ya los juguetes caprichosos y
droláticos
, ya las cajas y obsequios de año nuevo.

El aire frío que azota nuestros rostros parece como que va diciendo a mis oídos: "¡Anda, necio! La noche va a ser helada; el aire congelado empaña los cristales; tienta las hojas del rosal, están ya húmedas como los labios del niño cuando suelta el ubérrimo seno de la madre, cada cual se refugia en su casita, donde hay ojos azules y cabelleras rubias junto al fuego: ésta es la fiesta del hogar, la fiesta del abuelo, la fiesta de la esposa, la fiesta de los hijos; la cena patriarcal que reúne a todos bajo la tosca mesa de encino es el gran símbolo de la familia creada por el Evangelio; ¿no oyes los gritos de alegría que se escapan por las junturas de esa persiana mal cerrada? ¿No ves las llamas inquietas de las velas, perdidas, como fuegos fatuos, en el ramaje obscuro del árbol de Noél? ¡Tristes de aquéllos que corren las calles con su gabán abotonado, mirando por los resquicios de las puertas el fuego de un hogar que está de fiesta! ¡Tristes de aquéllos que no tienen un árbol de Noél!

La noche de Navidad es la noche de las resurrecciones y de los recuerdos. Los niños, al dormirse en sus cunas, quedan confiados en el espíritu misterioso que bajará durante el sueño para llenar de dulces y juguetes los botines nuevos que han dejado a propósito en la chimenea. El hada que visita estas botitas se llama en Italia el hada Befana. En Alemania, lejos de las grandes ciudades, en los pueblos de campesinos y burgueses, las muchachas se asoman al sonar las doce de la noche al pozo, cuyas aguas turbias brillan como una pupila enferma, para buscar, trazada en su superficie, la imagen de sus novios. Las aldeanas que vuelven a sus casas, después de oír la misa de media noche, descubren casi siempre entre la oscura fronda de los árboles, el cuerpo blanco y ágil de las willis, que se entregan a un vals interminable. ¡La misa de la media noche! Yo sé de una leyenda que Alphonse Daudet ha recogido en una de sus obras, y que hace abrir desmesuradamente los ojos a los buenos campesinos que la escuchan con el cabello hirsuto.

Figuraos que estáis en una sacristía telarañuda, y que oís este diálogo:

—¿Dos cabritos trufados, Garrigú?

—Sí, reverendo padre, dos cabritos; dos cabritos llenísimos de trufas. Yo mismo he ayudado a rellenarlos. Su piel, fuerte mente estirada, daba traquidos de angustia al entrar al horno.

—¡Garrigú… , el sobrepelliz! ¡Dios mío! ¡Yo que deliro por las trufas! ¿Dos cabritos, eh? ¿Y qué más?

—Lo más apetitoso y exquisito. Desde en la mañana nos hemos ocupado solamente en desplumar faisanes, pavos y pichones. Una nube de plumas, danzando por el aire, nos rodeaba constantemente. En seguida vinieron las anguilas, las doradas carpas y las truchas.

—¿Truchas, eh? ¿Y de qué tamaño?

—¡Inmensas, reverendo padre, enormes!

—¡Dios mío! ¡Si ya parece que las veo!… ¿Llenaste ya las vinajeras?

—Sí, reverendo padre, pero ese triste vino no puede compararse con el que apuraréis al acabar la misa, en el castillo. Si vierais en el comedor los tarros y garrafas que resplandecen, llenos hasta el borde de exquisito vino. ¡Y la vajilla de plata!, ¡las fuentes cinceladas…, y las flores, los candelabros!… ¡Nunca, nunca puede haberse saboreado mejor cena! El señor marqués ha invitado a todos los nobles que habitan en las cercanías; cuarenta, sin contar al tabelión, llegarán a la mesa. ¡Qué afortunado sois, mi reverendo padre!

Sólo de haber sentido el humo de las trufas, su pícaro olor me sigue por doquiera…

—¡Vamos, vamos, hijo mío! ¡Dios nos preserve de la gula, y sobre todo en la noche de Navidad! Enciende los cirios y da el primer toque de misa. Ya falta poco para la media noche, y es preciso no atrasarse un solo instante.

Sostenían esta plática en una noche de Noél del año de gracia de mil seiscientos y tantos, el reverendo don Balaguer, antiguo prior de los Barnabitas, a la sazón capellán pensionado de los altos y poderosos señores de Trinquelag, y su ayudante Garrigú, o, para decirlo mejor, el que don Balaguer tomaba por su ayudante Garrigú; pues como más tarde se verá, el diablo había tomado aquella noche la cara redonda y las facciones indecisas del joven sacristán para inducir al reverendo padre en tentación y hacerle cometer el feo pecado de la gula. Así, pues, ínterin el que se llamaba Garrigú. (¡Hum!, ¡hum!), repicaba sin tregua las campanas, despertando los modorros ecos del feudal castillo, el reverendo terminaba de revestir su casulla en la pequeña sacristía, ya, algo inquieto por esas tentaciones gastronómicas, y repitiendo para sus adentros, mentalmente:

—¡Dos cabritos trufados! ¡Pavos! ¡Carpas! ¡Truchas!

Entretanto, el cierzo de la noche se quejaba afuera, desmoronando en el espacio la alegre música de las campanas. Poco a poco iban surgiendo de la sombra, en la árida pendiente de la montaña, vagas luces que se iban aproximando a la pesada fábrica feudal. Eran las familias de los campesinos que venían a la misa de gallo en el castillo. Reunidos en grupos de seis o siete, se encaramaban cantando, por la ladera pedregosa, guiados por el padre que, linterna en mano, iba alumbrando su camino. Los niños, acurrucándose junto a las madres, se cobijaban con sus holgadas mantas pardas. A pesar de la hora y a pesar del frío, todo aquel pueblo iba regocijado y alegrísimo, seguro de que, una vez terminados los oficios, hallarían en la cocina del castillo la mesa que se servía todos los años. De cuando en cuando, interrumpiendo la penosa marcha, separábanse los grupos para dejar el paso libre a alguna carroza, que, precedida de cuatro batidores, con antorcha en mano, hacía espejear sus diáfanos cristales heridos por la luna. Instantes después, un obediente mulo, que hacía repiquetear sus cascabeles, atravesó trotando junto a los aldeanos. A la luz de las linternas, circuidas de bruma, los campesinos reconocieron al señor alcalde.

—¡Buenas noches, señor alcalde!

—¡Buenas noches, buenas noches, hijos míos!

La noche estaba clara; el frío avivaba el resplandor movedizo de los astros; el cierzo raspaba duramente el cutis, y una tenue escarcha, resbalando por los vestidos sin mojarlos, sembraba como pequeñas cabezas de alfiler en las pesadas mantas de lana, y conservaba fielmente la tradición de Navidad, blanca de nieve. Arriba de la montaña aparecía el castillo como el término de aquella caminata, con su masa enorme de torres y piñones, con el campanario de su capilla gótica, incrustándose en el azul del cielo, y con la muchedumbre de impacientes luces, que pestañeaban, iban y venían agitándose en todas las ventanas, semejantes, sobre el fondo sombrío de aquella fábrica, a las chispas que corren y se alcanzan en las cenizas del papel quemado. Pasado el puente levadizo y la poterna, era preciso, para entrar a la capilla, atravesar el primer patio todo lleno de carrozas, lacayos y literas, y alumbrado por el fuego de las antorchas y el rojizo resplandor de la cocina. En aquel patio se oía constantemente el retintín del asador, el estrépito de las cacerolas, el choque de los cristales y la argentería. Todos estos preparativos de la cena y el vapor tibio que llegaba a sus olfatos, trascendiendo a carnes bien asadas y salsas de legumbres olorosas, hacían decir a los campesinos, como al señor capellán, como al alcalde:

—¡Qué bien vamos a cenar después de misa!

¡Drelindín… Drelindín!

Ya comienza la primera misa de la medianoche. En la capilla del castillo, toda una catedral en miniatura, de arcos entrecruzados y raros enmaderamientos de nogal que suben por todo lo alto de los muros, se han desenrollado todos los tapices y encendido todos los cirios. ¡Cuántos devotos! ¡Qué multitud de trajes! He aquí primero, arrellanados en la esculpida sillería del coro, al alto y poderoso señor de Trinquelag, con su vestido de tafetán salmón, acompañado de los nobles señores invitados. Un poco más adelante, arrodilladas en grandes reclinatorios revestidos de espeso terciopelo, oran devotamente la marquesa viuda, con su traje de brocado color de fuego, y la señora joven de Trinquelag, peinada con una torre altísima de encajes a la última moda de la corte. Más abajo se levantan enlutados, con sus mejillas desprovistas de barba y sus pelucas inconmensurables, el alcalde Thomas Arnoton y el tabelión maese Ambroy; dos notas graves extraviadas entre las sedas deslumbrantes y el damasco espolinado. En seguida se destacan los mayordomos, los pajes, los picadores, los intendentes, doña Barba con su manojo de llaves, colgadas en la cintura por medio de un anillo de bruñida plata. Y hasta el fondo, en las bancas para el pueblo, los sirvientes, los campesinos, los pecheros, escoltados todavía por una multitud de marmitones, que en el extremo de la capilla, junto a la puerta de alto cancel, que a cada rato abren y cierran, vienen a oír algún versículo de los oficios y a traer no sé por qué vago olor de cena a aquella iglesia revestida de fiesta, y cuya atmósfera caldean las llamas rojas de los cirios.

¿Será la presencia de esos mandiles blancos causa de las involuntarias distracciones del oficiante? Lo cierto es que la pícara campanilla, movida por el sacristán con una precipitación diabólica, parece que va diciendo con voz aguda: «¡Vamos! ¡Vamos! Mientras más pronto reces, más pronto nos sentaremos a la mesa.»

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