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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Cruzada (44 page)

BOOK: Cruzada
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Me aferré a una aleta antes de que se abriese la escotilla. Un par de hombres de Ithien miraban atentamente desde la barandilla, pero él y su lugarteniente no estaban a la vista. Quizá negociasen el modo de transportar a Ravenna y Amadeo.

―¿Qué sucede? ―indagó Sagantha saliendo de la nave―. ¿Quiénes son estas personas?

―Aliados ―señalé―. Thetianos, por supuesto. ¿Quién más atacaría desde el fondo del mar? Son republicanos, quizá haya algunos heréticos de Ilthys. Y Palatina.

―¿Nadie del consejo?

―No que yo sepa. En todo caso, es imposible que hayan oído hablar de nosotros. Nadie podría haber llegado desde Kavatang más rápido que nosotros. Dicen que tienen una idea mejor para llevar a Ravenna y Amadeo a casa de Khalia.

―¿Ah sí? ―exclamó―. Me parece que deberíamos hablar al respecto.

Todavía había sogas colgando a un lado, de modo que fue cosa de un momento dejar a Ravenna a cargo de la raya y volver a subir a bordo del
Estela Blanca.
Ithien estaba todavía inmerso en una discusión con Cadmos y Palatina, y sólo alzó la mirada cuando nos acercamos.

El encuentro entre los dos hombres fue un momento extraño, totalmente diferente de como lo hubiese imaginado un historiador. Ambos estaban aún mojados, Sagantha llevaba una túnica de pescador e Ithien su peculiar armadura submarina.

―Ithien Eirillia, Sagantha Karao ―los presenté.

No pudieron evitar mirarse entre sí de pies a cabeza: ambos conocían la reputación del otro y estaban habituados al uso del poder, incluso si su margen de decisión se había reducido. Ithien era algo más alto que yo y mucho más bajo que Sagantha, pero aquí la estatura no tenía la menor importancia.

―¡Qué apropiado conocer al maestro de los disfraces aparentando ser un viejo lobo de mar! ―comentó Ithien tras un momento―. ¡Tendrías que haber sido thetiano!

―Tú ya lo eres por los dos ―repuso Sagantha con ojos interrogadores―. Y en cuanto a la habilidad para los disfraces, ¿no estabas trabajando para el emperador?

―Las lealtades cambian, como sabes. En ocasiones incluso nosotros tenemos que hacer cosas que no nos gustan. No importa tanto lo que el mundo piense de nosotros como lo que pensemos de nosotros mismos.

Ithien parecía más sorprendido que hostil. La expresión de Sagantha, en cambio, seguía siendo una incógnita para mí.

―También eres filósofo ―comentó tras un instante.

―No del todo. Soy un republicano, lo demás es secundario.

Palatina asintió con satisfacción.

―Te permites incluso el lujo de ser idealista ―dijo Sagantha―. Algunos hemos estado demasiado ocupados combatiendo contra la Inquisición.

―También nosotros combatimos contra la Inquisición ―afirmó Ithien con calma―. Contra la Inquisición y su marioneta de emperador. El no es distinto de sus antecesores, pero ninguno de ellos tuvo el poder del Dominio como respaldo. Al menos se interesaban en otras cosas que la destrucción. De hecho, el actual es «el emperador ungido por Ranthas».

―Ha hecho más por el poder de Thetia que ninguno desde el cuarto Aetius ―respondió Sagantha, cuyo humor parecía haber cambiado tras las últimas palabras de Ithien―. Sin duda, ése es motivo suficiente para apoyarlo.

―¿Apoyar a un imperio cuyos cimientos están bañados de sangre? El imperio se basaba en la ley, no en la conquista, y debe volver a ser así. Pero nada cambiará mientras gobierne el Dominio.

―Entonces parece que tenemos un interés común ―sostuvo Sagantha con imperturbable mirada―. Su majestad no puede recuperar el trono mientras Midian gobierne el Archipiélago.

Sus ojos se desviaron entonces hacia los bosques de las colinas de Ilthys situados por encima de la bahía y luego hacia el profundo cielo azul. Por un momento nadie dijo nada.

―¿Puedes comprender por qué cambié de bando? ―preguntó Ithien pasando junto a Sagantha y agachándose ante la barandilla para contemplar el mismo paisaje―. No deja de dolerme cuando veo esas colinas sabiendo que podrían acabar hechas cenizas. De haber intentado resistir, ése habría sido su destino. De hecho, Ilthys no estará a salvo hasta que no desaparezca el peligro de nuevas hogueras y atrocidades. No puede haberlas en ningún sitio, ni siquiera en Thetia.

―Entonces lo que te preocupa es Ilthys, no Thetia.

―No he pasado en Thetia más que unos pocos meses desde que la asamblea me designó gobernador hace unos seis años. A partir de la muerte de Orosius he trabajado para el nuevo gobernador, traicionando a mis amigos en un esfuerzo por mantener a Ilthys a salvo. Ahora he abandonado toda lealtad fingida. ¿Quién sabe qué sucederá?

Se volvió nuevamente.

―¿Por qué lo hiciste? ―pregunté―. ¿Qué era tan importante en aquella represa?

―La presa ya no existe ―afirmó Ithien sin alegría en la voz―. Las lámparas de advertencia eran cargas de profundidad e hicieron explotar el centro. El Dominio no podrá colonizar las zonas montañosas durante otros veinte años. Por eso fui allí, pero el segundo motivo es que me encontraba en peligro y todos vosotros también. Había muchos más secretos de los que cualquiera de nosotros cree y en última instancia hubiesen querido mataros a todos para preservarlos. Amonis empezaba a percatarse de mi doble misión, y él mismo tenía planes personales que todavía no acabo de comprender.

―¿Sacrificaste una carrera imperial por una represa y un grupo de prisioneros? ―preguntó Sagantha.

Al responder, Ithien me miró más bien a mí.

―No eran prisioneros ordinarios. Eran oceanógrafos, arquitectos submarinos y albañiles. Personas capacitadas.

―¿Mejores que marinos, oficiales navales o gente que puede luchar? ―comentó desdeñosamente Sagantha.

―Mira qué ha hecho la gente que puede luchar ―le recordé con calma―. Su única arma es el terror, no saben usar ninguna otra cosa.

―Prefiero no discutirlo ―dijo Ithien―. Sevasteos fue asesinado por un sacrus de la manta. Era un buen amigo, el único hombre de la corte de Eshar que me caía bien. Pero ahora deberíamos hablar de los asuntos urgentes.

Ithien hizo una fugaz señal con la mano y sus hombres se congregaron en cubierta mientras nosotros caminábamos hacia la popa.

―Cathan tiene razón ―afirmó Sagantha―. Ya tendremos luego tiempo para discutir, pero no podemos vencer esto solos. Tú has sido almirante, juez, virrey. Sabes tan bien como cualquiera que ésta no es una cuestión de tácticas o estrategias. Creo que todos juntos hemos llegado a la misma conclusión. Nos sucedió a Palatina y a mí, y Cathan y Ravenna se dieron cuenta mucho antes que el resto.

―Los números juegan en nuestra contra ―dijo Sagantha asintiendo―. Olvidad las canciones heroicas, no vivimos en los poemas de Ethelos. Lo hemos comprendido hace treinta años.

―Y mira dónde hemos llegado ―intervine―. El Anillo de los Ocho, sus calabozos y cámaras de tortura. Tiene que haber ido mal muy de prisa.

―Nunca estuvo bien ―interrumpió repentinamente Sagantha y luego le dijo a Ithien―: ¿Dices que hay otros métodos?

―Sabes que sí. Son más complicados, eso es todo. Más sutiles, pero menos costosos.

―Muy interesante ―comentó Sagantha. Hizo una pausa y luego señaló―: No deberíamos subestimar al Dominio. Quizá los haletitas sean bárbaros carentes de sofisticación, pero los sacerdotes saben todo sobre artimañas y engaños.

―¿Y cuánto saben sobre ciencia? ―les pregunté a ambos―. Si hay algo en lo que todos ellos coinciden; es que las cosas irían mejor sin oceanógrafos.

―Creen que pueden prescindir de ellos ―acotó Sagantha―. Preguntadle a Amadeo, la mayor parte de la información nos la dio él. Quizá yo haya empleado sistemas poco gratos para sacar información a la gente, pero nunca en una escala comparable a la de mis estimados colegas.

―Creo que tenemos mucho que discutir ―dijo Ithien―, pero en otro momento. Cathan dice que hay personas heridas en la raya. Deberíamos llevarlas a la ciudad.

Escuchamos a Ithien explicar lo que quería hacer. Tenía más gente que Khalia a la que recurrir y probablemente más contactos en la ciudad. Sagantha pareció desconfiar al principio, pero le había contado los sucesos de la represa. Ithien no era menos fiable que el propio Sagantha. De hecho, quizá lo fuese más.

En conclusión, Palatina lo convenció y Sagantha regresó a la raya para pilotarla. Ravenna y Amadeo irían a Ilthys en el buque de Ithien, fingiendo ser dos personas de las islas lejanas que habían tenido un accidente y precisaban una atención más compleja de la que pudiesen darles unos aprendices de medicina.

 

 

 

―¿Qué has estado haciendo? ―le pregunté a Palatina cuando parecía que éramos los únicos sin una misión concreta que desempeñar―. He oído historias sobre ti, pero nada concreto.

―Luchando ―aseguró ella con un deje de tristeza―. Nada interesante, nada que hubiese escogido hacer en un mundo mejor. Nada que haya producido el menor cambio, en realidad. Me he ocultado, he comido mal y he matado gente en pequeñas emboscadas. Cosas que me permitían mantener vivo el proyecto de una república, como apoderarnos de un buque de aprovisionamiento. Y en una ocasión detuvimos una manta imperial, para el consejo.

Sin duda habría sido el
Meridian.
Palatina notó algo en mi expresión.

―¿Qué ocurre?

―El consejo... Ya te contaré más tarde.

Sus ojos verdes me miraron directamente un momento.

―¿Le pasó a Ravenna o a los dos?

―A los dos ―admití mientras una repentina amargura opacaba mi buen humor―. Nos mintieron a todos, nos hicieron creer lo que querían del mismo modo que Etlae convirtió a Sarhaddon. Lamentablemente, él tenía razón.

«Antes de volver a llamarme fanático, Cathan, mírate a ti mismo.»

―Creo que tendrás que contarme qué sucedió ―sugirió Palatina―. Te está carcomiendo por dentro, y si se refiere al consejo, nos involucra a todos.

Negué con la cabeza.

―Luego. No tiene sentido estropear nuestro reencuentro. Y si te sirve de consuelo, Ithien y tu república son el único motivo por el que estoy aquí y no en los desiertos de Qalathar, que es donde cree el Dominio que pertenezco.

―No ―objetó ella sonriendo―. Perteneces a las más hondas profundidades del infierno. Consideraré tus últimas palabras como un cumplido.

No tuve ocasión de responderle, pues Ithien había acabado de interrogar al capitán y regresó con nosotros. La mayor parte de sus marinos habían vuelto a zambullirse para regresar a su propio buque y sólo unos pocos esperaban junto a la barandilla, controlando con férrea mirada cómo la tripulación del
Estela Blanca
reiniciaba la pesca.

―¿Cómo habéis llegado aquí tan de prisa? ―pregunté alzando la mirada al cielo. Era mediodía y no sabía con seguridad cómo habían conseguido salir de las islas exteriores durante la mañana si nosotros habíamos logrado alquilar el navío la tarde anterior.

―Hay gente que me mantiene informado ―replicó Ithien sin aclarar más―. Aquí las restricciones son muy poco severas y no hubo mayores problemas. Sospecho que eso cambiará cuando se difunda la noticia de mi deserción. No regresar aquí nunca fue una de las condiciones que impuso el emperador cuando me aceptó a su servicio.

―¿Te siguen a ti y no a la faraona? ―indagué con cautela.

―Así es. Ilthys es en cierto modo toda una ciudad thetiana, más grande incluso que muchas de las nuestras. Su presidente era amigo mío. Cadmos fue su tribuno de marinos y muchos de los otros han nacido en Ilthys. Ahora la faraona se ha ido, Cathan. Tú sabes que está viva, pero la gente ha dejado de creer en ella.

―¿Y en qué creen entonces? ¿En la asamblea con todas sus disputas?

Ithien negó con la cabeza.

―Creen en cualquiera que consiga evitar que los arresten. Ahora las cosas están mejor que antes, no ha habido grandes problemas en las islas centrales y por eso los inquisidores se han relajado. ―Hizo una breve pausa y prosiguió―: Lo peor es que en muchos sitios parecen buscar la protección de la marina. Es poderosa y el emperador no toleraría que nada se entrometiese en su camino. Si te protege la marina, has de hacer algo muy grave para que los inquisidores te persigan. La marina respeta todavía las leyes thetianas, y sólo el emperador o el estado mayor pueden ordenar que un caso militar se transfiera al ámbito de la Inquisición.

Eshar cuidaba su propio pellejo, eso era coherente. La marina lo había recibido con los brazos abiertos y no se había equivocado en su decisión.

―Es extraño lo lejano que parece todo ahora ―reflexionó Ithien tras un instante mientras seguía con la mirada un par de aves que sobrevolaban la costa oriental de la bahía―. Nunca has estado en Selerian Alastre, no te imaginas cómo es, cómo se siente estar en el centro del mundo. Por mucho que aborrezca a Eshar, es innegable que ha cambiado el lugar, que lo ha devuelto a la vida. En general, chupando la sangre del Archipiélago.

―¿Habrías sido capaz de hacer lo mismo?

―No lo sé. Me dolería admitir otra cosa, pero ninguno de nosotros cree que ésa fuera la única forma de hacer que cambiase. ¿Por qué conseguirlo al precio de tanta sangre?

Era una pregunta retórica; todos conocíamos la respuesta. Tras un momento, Ithien volvió la mirada hacia mí y luego la desvió hacia la tripulación que permanecía de pie en cubierta.

―Hay que partir ―dijo entonces―. Quizá deberías quedarte aquí. En el puerto podrían preguntarse por qué dos hombres de la tripulación de este barco acabaron a bordo de otro.

―Supongo que habrá gente en la costa que lo haya visto todo.

―No creo que nos espiasen. Sólo Palatina sospecha que hay espías en todos los rincones. Pero eso es típico de ella.

―Y no es la única ―señaló la propia Palatina.

―No os demoréis demasiado ―intervine.

―No lo haremos ―prometió Ithien―. Estaremos en Ilthys antes que vosotros. Me temo que te espera un día de pesca...

Hizo una pausa y me miró las piernas y las manos. Luego añadió:

―Pensándolo mejor, eres inútil en este navío. No hay forma de que puedas pescar con heridas abiertas. Te lastimas con más facilidad que nadie que haya conocido. ¿Qué demonios te sucedió?

Se lo expliqué mientras andábamos para unirnos a sus hombres y pareció no creerme hasta que la mujer que me había rescatado corroboró mi historia.

―Esa criatura debía de estar mal de la cabeza si pensó que eras comestible ―bromeó Ithien―. Los thetianos somos muy nervudos, no tenemos mucha carne. En su lugar, yo hubiese atacado a un lord mercante, que sin duda sería bastante más jugoso.

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