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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (9 page)

BOOK: Cormyr
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—Lo... Lamento mucho todo lo sucedido —pareció decir Aunadar a toda la estancia en general, agachando la cabeza.

Los tres permanecieron sentados en silencio durante un largo minuto. Tanalasta siguió abrazada a Bleth, que observaba el suelo. Ella apretó con fuerza los hombros del noble para hacerle reaccionar, y éste levantó la mirada para observar a su amada, logrando esbozar una fugaz sonrisa.

Con los codos apoyados en los brazos de la silla y los dedos entrelazados ante sí, el mago estudió a la pareja sentada en el diván. En ningún momento abandonaron sus ojos el rostro del joven noble.

—De ahora en adelante, joven Bleth —dijo finalmente, Vangerdahast, rompiendo el silencio—, cuando se vea envuelto en
cualquier
asunto serio que comporte algún peligro para un miembro de la familia real, procurará estar disponible para informar a quienes puedan necesitar saber lo que ha sucedido. Creo que ya sabe a quiénes me refiero.

Aunadar levantó la cabeza y volvieron a mirarse fijamente, noble y mago, mientras una ira fugaz fluía de un lado a otro.

—Por supuesto —respondió el joven, asintiendo lentamente. Y concluyó sin un atisbo de amargura—: Creí que estaban en buenas manos.

Tanalasta se inclinó hacia adelante y atrajo la mirada de Vangerdahast con sus propios ojos, enrojecidos y cansados.

—Mi padre... ¿se...? —Sus palabras se diluyeron hasta quedar reducidas al silencio.

—Tan sólo sé a ciencia cierta lo que ya he dicho nada más entrar, alteza —respondió con mucho tacto el mago del rey, inclinando la cabeza—. Los temblores que sufren tanto él como el barón han remitido. No obstante, ninguno de los dos ha recuperado la conciencia ni ha respondido a los tratamientos que les hemos aplicado.

La primogénita de Cormyr se puso aún más pálida, tanto como la leche. Entonces fue Bleth quien la rodeó con el brazo. Susurró algunas palabras a su oído, pero sus ojos, en los que ardía la llama de un desafío inconfundible, no se apartaron en ningún momento de los del mago.

—Alteza —prosiguió Vangerdahast, mientras respondía a la mirada de Bleth con una expresión tan dura como firme—, estoy convencido de que este asunto no tardará en resolverse. En este momento, los señores Alaphondar y Dimswart ya están atendiendo a los... pacientes, y yo voy a unirme inmediatamente a ellos para prestar toda la ayuda que me sea posible. Sin embargo, si sucediera lo peor...

Tanalasta levantó las manos y se cubrió con ellas el rostro, como si tuviera intención de protegerse de algún golpe.

—No —dijo en voz baja.

—Alteza —insistió Vangerdahast, en voz aún más baja—, lo más adecuado es estar preparados para lo que pueda suceder...

—No —repitió ella, elevando el tono de voz y levantando la cabeza para mirar fijamente al mago de la corte. Lloraba de nuevo, aunque lo hacía con ojos de zafiro que desprendían fuego.

—Pese a todo —empezó el mago—, el reino...

—He dicho que no —insistió en un tono donde el acero templaba por primera vez las cuerdas vocales—. Me niego a considerar siquiera esa posibilidad, hasta... hasta que todas las demás posibilidades queden excluidas. ¿Me he expresado con la suficiente claridad?

—Pero Alteza... —insistió Vangerdahast no muy convencido, enarcando las cejas.

Tanalasta se levantó, era más alta que la mayoría de los hombres y tan imperiosa como Azoun en sus peores momentos.

—¿Me he... expresado con la suficiente... claridad? —repitió haciendo hincapié en cada una de las palabras. Aunadar se levantó tras ella y apoyó una mano en su hombro, para mostrarle su apoyo. Tuvo que levantar la mano por encima de su cabeza para conseguirlo. Sin apartar la mirada del mago, llevó la otra mano a la empuñadura de la espada.

—Como siempre —replicó tranquilamente el mago, que también se levantó—. Cuando sepamos algo más, será la primera en ser informada.

—De acuerdo —dijo la princesa con frialdad—. Cuenta usted con mi confianza, al igual que mi padre y el barón cuentan con mis plegarias. Retírese.

Vangerdahast volvió su rostro impávido para estudiar a Aunadar Bleth. El joven noble respondió a su mirada con una inclinación de cabeza breve y seria, la despedida de un guerrero a alguien a quien considera su igual, pero no hizo ademán de despedirse. Tampoco la princesa hizo movimiento alguno que pudiera interpretarse como una despedida a su pretendiente. El mago supremo de Cormyr se inclinó levemente y se dirigió a la puerta.

Antes de salir volvió a mirar a la pareja. Las fuerzas habían abandonado a Tanalasta; volvía lentamente a tumbarse en el diván, con el rostro hundido entre sus manos. Sus delgados hombros temblaban. A su lado, Aunadar Bleth le acariciaba el pelo y un hombro, mientras le decía cosas que el mago no alcanzaba a oír, con su rostro pegado al de ella. Era como si Vangerdahast, el palacio y toda la corte se hubieran vuelto invisibles, aislando a la pareja.

Vangerdahast oyó cómo la puerta pesada de la estancia de la princesa se cerraba tras él, y, ominosamente, cómo alguien corría el pestillo. El mago levantó la cabeza como si tuviera necesidad de respirar aire puro, y paseó la mirada por el techo de palacio. Guerreros, señores brujos, elfos y dragones luchaban en el enlucido amarillento. La eterna lucha corría a lo largo de todo el techo del recibidor, en mudo contraste con el tumulto levantado a tenor del desastre sufrido aquel mismo día.

Vangerdahast bajó la mirada para distinguir una figura que se acercaba hacia él a través de las alfombras, una figura vestida con una túnica de color zafiro.

—¿Cómo se llama usted, señora clérigo? —preguntó, al ver que levantaba la mano para saludarlo.

—Gwennath de Tymora, señor mago, a menudo llamada obispo de la Compañía de las Espadas Negras —respondió la mujer, pestañeando ante semejante pregunta, y a continuación, sin pausa, con una premura que Vangerdahast tenía en muy alta estima, cambió de tema para volver a lo que había querido decirle en un principio—: Las convulsiones han cesado en los dos pacientes, y su respiración es débil pero regular. Ninguno de ellos ha despertado, y ambos están muy pálidos. Al tacto están muy calientes, pero las compresas frías parecen servir de algo. El erudito Khelbor se ha opuesto a la sangría, pero los sabios han extraído un poco de sangre para sus propias adivinaciones. —Hizo una pausa para recuperar el aliento, mientras apartaba un revoltoso mechón de pelo de su frente, con la ayuda de su pulgar.

—¿Alguna idea de cuál puede ser la causa? —inquirió el mago, asintiendo con aprobación.

—Ninguna —respondió Gwennath, haciendo un gesto de negación—. Van a llevar el ingenio mecánico a la cámara de Belnshor, cerca de Satharw, aunque usted ya sabrá dónde está. Lo siento, señor... Supongo que querrá verlo con sus propios ojos. Su sola presencia en el combate sugiere algún tipo de veneno, pero sea lo que fuere lo que aflige al rey y a su primo, continúa resistiendo a todas las purgas, las curas y cualquier medicación en la que se nos ocurra pensar. —Su ceño confundido se acentuó aún más—. Y... ¿señor?

—¿Sí, amable dama?

—Probé con ese encantamiento para levantar a los muertos en la persona de su señoría el duque. No surtió ningún efecto.

—Teniendo en cuenta lo sucedido, no me sorprende —confesó Vangerdahast, sin ningún atisbo de amargura en su voz.

—De acuerdo, pero se supone que no debería pasar tal cosa —dijo ella exasperada, haciendo un gesto de incomprensión.

—¿Y qué se supone que debe suceder, cuando muere un duque del reino, y corre peligro la vida del rey? —preguntó con voz mesurada el mago del rey, enarcando ligeramente las cejas.

—Lo siento, señor mago —tartamudeó la joven sacerdotisa—. Pensaba en voz alta y no pretendía ser irrespetuosa. Es sólo que... cuando enferma un miembro de la familia real, no deben escatimarse medios, aunque, por otra parte, tampoco cabe malgastar energías. Hay una veintena de cosas que podemos hacer por ayudar, y lo hemos intentado todo... sin resultado aparente. Hay más poder mágico concentrado en esa sala de palacio que en toda Aguas Profundas y, supongo, que en todo el Valle de las Sombras; ¡ni siquiera hemos podido despertarlos!

—La frustración nos corroe a todos —murmuró el mago, cuyos ojos parecían no ver a la sacerdotisa que tenía delante; era como si observara la escena que tenía lugar en aquella estancia repleta de magos y clérigos, empeñados en luchar por la vida de su rey.

—Sí —suspiró Gwennath, mordiéndose los labios—. ¿Señor mago?

—Dígame.

—¿Qué sucedería en el caso de que... de que no pudiéramos devolver la salud al rey Azoun?

—Ésa es la cuestión. ¿Qué sucedería entonces? —repitió Vangerdahast, como un eco, sin quitar la mirada de la puerta cerrada que conducía a los aposentos de Tanalasta.

4
La incursión

Año de los Escudos de Cuero

(-75 del Calendario de los Valles)

Alea Dahast se arrastró por el borde del claro, ataviada con la capa de cazadora, moteada de verde y naranja, que la volvía prácticamente invisible bajo las largas sombras que se extendían al atardecer en Cormanthor. A su alrededor caminaban sus compañeros, vestidos de igual modo. El único sonido que oían a su paso era el aullido del lobo en los zarzales, seguido de un débil susurro, y luego de nuevo el silencio.

Descendieron por las colinas, aprovechando los árboles para ocultarse. Ante ellos se encontraba el claro como una cicatriz esculpida en medio del bosque, que antes había alfombrado por igual la tierra hasta llegar a las orillas escarpadas del lago. El borde estaba formado por una basta pila de árboles de raíces frondosas, y también de arbustos. A Alea no dejaba de sorprenderle que los humanos fueran tan estúpidos como para creer que ese descuidado terraplén de bosque caótico y destrozado bastara para mantener a raya a un depredador dispuesto a actuar.

Ella y todos los elfos que formaban la partida de caza eran depredadores, y estaban dispuestos a actuar. Habían explorado minuciosamente la zona, y habían encontrado sin dificultad algunos pasajes que conducían, a través del laberíntico entramado de detritus boscoso, tanto a las rutas intencionadas como a los senderos descuidados por simple dejadez. Los humanos imitaban las ramificadas fortificaciones de los elfos, pero nada de lo que ella había visto poseía la belleza de las creaciones élficas, ni la seguridad que éstas ofrecían.

De nuevo el aullido del lobo, al que siguió otro leve susurro; las bestias se impacientaban. Alea se preguntó si había sido buena idea llevarlas consigo, aunque nadie pondría en duda su capacidad para aterrorizar a los humanos, ni tampoco su velocidad.

A pesar de su inquietud, dio la señal para detener la marcha y escuchó los ruidos amortiguados a medida que ésta corría de boca en boca. Quería observar un momento a los humanos. Quería asegurarse.

Oyó la voz de Iliphar en su interior. El anciano Señor de los Cetros siempre recomendaba calma, saber adaptarse a la situación... negar lo que veían los ojos. Cuando aquellos salvajes peludos habían atacado a los primeros elfos que encontraron en su camino, había recomendado prudencia, observación.

Iliphar no parecía dispuesto a que el peso de los años enturbiara su capacidad de decisión. Cada vez había más humanos vagabundeando por tierras élficas, llevando el caos consigo dondequiera que fueran.

Los humanos típicos no distaban mucho de los orcos que descendían de las montañas: eran cazadores en busca de una presa, refugiados ansiosos de encontrar un lugar donde asentarse, mercaderes en busca de estabilidad. El gran bosque carecía de alicientes para ellos, y cuando descubrieron que esa tierra de árboles estaba habitada por elfos, se dejaron caer, fuera donde fuera del lugar que caían los humanos. Sin embargo, esos hombres eran distintos. Esta casta de humanos limpió los bosques, y taló casi todos los árboles. Apilaban los troncos de aquellos gigantes que poblaban los bosques, así como sus propios desperdicios, alrededor de los claros, y después perseguían a los animales. Una vez hecho esto, se desplazaban a otro lugar, a otra parte del bosque, para empezar de nuevo. Algún día, si los elfos no impedían que hicieran de las suyas, ya no quedaría bosque que defender.

Alea observó el campamento humano desde su escondrijo. Las casas eran un poco más grandes que tiendas, y consistían en apenas algunos postes, con pieles de animales como techo. Los elfos tan sólo acostumbraban a disponer tales cosas para refugiarse en una noche de tormenta, ya que a la mañana siguiente las desmontaban. Pero los humanos hacían de tan bastas barracas su hogar permanente, y las habitaban hasta que la tierra quedaba baldía, yerma.

La cabaña más grande hacía las veces de salón de fiestas y de dormitorio comunitario; probablemente era el hogar de algún caudillo insignificante. Había toda una serie de construcciones más modestas, dispuestas sin orden ni concierto, incluida una pequeña choza con unas barras de madera, destinada, en opinión de Alea, a guardar los animales. Sin embargo, no había visto ni rastro de cabras, gallinas u otros animales.

Los humanos apenas tenían mejor aspecto que las bestias. Eran parodias escalofriantes en forma de elfo, con demasiada piel, pelo y grasa para un solo cuerpo, por lo general demasiado grande. Vestían las mismas pieles con que cubrían sus casas, con apenas alguna puntada que otra. Eran peludos, burdos, y no parecían muy amigos del agua, excepto cuando llovía y no tenían más remedio que mojarse. Alea había oído que jugaban en el barro para mantener a raya a las pulgas. Viendo de cerca a esos humanos, no le costaba nada creerlo. Los elfos se habían acercado al resguardo del viento, al lugar de acampada, ya que no sabía a ciencia cierta si los humanos podían oler algo que no fuera sus cuerpos hediondos. El hedor era insufrible; los humanos vivían rodeados de sus propios desperdicios... razón por la cual aullaban los lobos.

La mayor parte del grupo estaba formado por machos. Había algunas hembras de aspecto rudo, con el pelo tan enmarañado y la ropa tan sucia como la de sus compañeros. No había visto ninguna cría; quizá las mantuvieran ocultas en alguna choza cerrada... o las abandonaran a edad temprana, para que aprendieran a cuidarse por sí mismas.

En aquel instante llegaron los últimos moradores del campamento, arrastrando un gamo enorme: ¡otra pieza cobrada en los bosques, propiedad de los elfos y los lobos!

Dos ciervos se asaban en el fuego, y otra pareja harapienta mataba el tiempo entre una nube de moscas. Alea maldijo entre dientes. ¡No necesitaban comida, pero seguían expoliando el bosque!

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