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Authors: Henri J. M. Nouwen

Tags: #Religión

Con el corazón en ascuas (5 page)

BOOK: Con el corazón en ascuas
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Y es este profundo «Sí», no sólo a las palabras que dice, sino también a quien las dice, lo que nos lleva finalmente a la mesa. Si podemos decir: «Sí, confiamos en ti y te entregamos nuestras vidas», estamos haciendo algo más que caminar en su presencia: estamos atreviéndonos a abrirnos a la comunión con él.

Efectivamente, los dos amigos invitan, más aún, presionan al desconocido para que se quede con ellos. «Sé nuestro invitado», le dicen. Quieren ser sus anfitriones. Invitan al desconocido a dejar de serlo y a convertirse en amigo. Esa es la verdadera hospitalidad: ofrecer un lugar seguro donde el desconocido pueda convertirse en amigo. Antes eran dos amigos y un desconocido; ahora son tres amigos que comparten una misma mesa.

La mesa es el lugar de la intimidad. En tomo a la mesa nos descubrimos unos a otros.

Es el lugar en el que oramos, por así decirlo. Es el lugar en el que preguntamos: «¿Qué tal día has tenido?» Es el lugar donde comemos y bebemos juntos y decimos: «¡Anímate, toma un poco más…!» Es el lugar donde se cuentan nuevas y viejas historias. Es el lugar de las sonrisas y de las lágrimas. La mesa es también el lugar donde la distancia se hace más dolorosa. Es el lugar donde los hijos perciben la tensión entre sus padres, donde los hermanos y hermanas expresan sus enfados y sus envidias, donde se hacen acusaciones y donde los platos y los vasos se convierten en instrumentos de violencia. En torno a la mesa sabemos si hay amistad y comunidad o si, por el contrario, hay odio y división. Y precisamente por ser el lugar de la intimidad para todos los miembros de la casa, la mesa es también el lugar donde la falta de esa intimidad se revela más dolorosamente.

Cuando, la noche antes de su muerte, Jesús se reunió con sus discípulos en torno a la mesa, reveló a la vez intimidad y distancia. Compartió el pan y el cáliz como signo de amistad, pero también dijo: «Os aseguro que uno de los que se sientan conmigo a esta mesa me va a traicionar».

Cuando pienso en mi propia juventud, muchas veces recuerdo las comidas familiares, especialmente las de los días de fiesta. Recuerdo los adornos navideños, las tartas de cumpleaños, las velas de Pascua, los rostros sonrientes… Pero recuerdo también las palabras de enfado, las reacciones extemporáneas, las lágrimas, las tensiones y los silencios que parecían no tener fin.

Cuando más vulnerables somos es cuando dormimos o comemos juntos. La cama y la mesa son los dos lugares de la intimidad, pero son también los dos lugares de mayor dolor. Y puede que de ambos lugares sea la mesa el más importante, porque es el lugar donde se reúnen todos los de la casa y donde pueden expresarse y hacerse reales la familia, la comunidad, la amistad, la hospitalidad y la verdadera generosidad.

Jesús acepta la invitación a entrar en la casa de sus compañeros de viaje y se sienta a la mesa con ellos, los cuales le ofrecen el puesto de honor. Jesús está en el centro, y ellos a ambos lados. Ellos le miran a él, y él a ellos. Hay intimidad, amistad, comunidad… Entonces sucede algo nuevo, algo apenas perceptible para el ojo no habituado: Jesús es el invitado de sus discípulos, pero, tan pronto como entra en su casa, ¡se convierte en su anfitrión! Y como anfitrión les invita a entrar en plena comunión con él.

4. Entrar en comunión

«Tomad y comed»

CUANDO Jesús entra en la casa de sus discípulos, ésta se convierte en su casa. El invitado se convierte en anfitrión. El que ha sido invitado es ahora el que invita. Los dos discípulos que confiaron en el extraño hasta el punto de permitirle acceder a su mundo más íntimo son ahora conducidos a la intimidad de su anfitrión. «Y mientras estaba con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio». Así de simple, de cotidiano, de obvio… y, sin embargo, así de diferente ¿Qué otra cosa puedes hacer cuando compartes el pan con tus amigos?: tomarlo, bendecirlo, partirlo y dárselo. Para eso es el pan: para tomarlo, bendecirlo, partirlo y darlo. Nada nuevo, nada sorprendente; sucede a diario en todos los hogares; pertenece a la esencia de la vida. Realmente, no podemos vivir sin ese pan que se toma, se bendice, se parte y se da. Sin ese pan no hay comensalidad, no hay comunidad, no hay vínculo de amistad, no hay paz, no hay amor, no hay esperanza… Con ese pan, sin embargo, ¡todo puede ser nuevo!

Tal vez hemos olvidado que la Eucaristía es un simple gesto humano. Las vestiduras, las velas, los monaguillos, los libros, los brazos extendidos, el altar, los cánticos, la gente…: nada de ello resulta precisamente sencillo, cotidiano, obvio. Muchas veces necesitaríamos un folleto para seguir la ceremonia y comprender su significado. Sin embargo, se supone que nada tendría que diferir de lo que acaeció en aquella pequeña aldea entre los tres amigos. Hay pan y vino en la mesa. El pan se toma, se bendice, se parte y se da; el vino se toma, se bendice y se da… Eso es lo que sucede en torno a cada mesa que pretende ser una mesa de paz.

Cada vez que invitamos a Jesús a nuestras casas, es decir, a nuestras vidas con todas sus luces y sombras, y le ofrecemos el lugar de honor en nuestra mesa, él toma el pan y el cáliz y nos los ofrece diciendo: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo. Tomad y bebed, ésta es mi sangre. Haced esto en conmemoración mía». ¿Nos sorprendemos? La verdad es que no. ¿No estaba nuestro corazón en ascuas mientras nos hablaba por el camino? ¿No sabíamos ya que no era un extraño para nosotros? ¿No éramos ya conscientes de que aquel a quien nuestros dirigentes habían crucificado estaba vivo y en medio de nosotros? ¿No habíamos visto ya cómo tomaba el pan, lo bendecía, lo partía y nos lo daba? Ya lo había hecho ante la inmensa multitud que había escuchado su palabra durante horas; lo hizo también en el cenáculo, antes de que Judas lo entregara; y lo ha hecho en incontables ocasiones, cuando, después de una larga jornada, se unía a nosotros en la mesa para comer.

La Eucaristía es el gesto más humano y más divino que podamos imaginar. Ésta es la verdad de Jesús: tan humano y, sin embargo, tan divino; tan cercano y, sin embargo, tan misterioso; tan sencillo y, sin embargo, tan inasible… Pero ésta es la historia de Jesús, que, «a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos; y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8). Es la historia de Dios, que quiere acercarse tanto a nosotros que podamos verlo con nuestros propios ojos, oírlo con nuestros propios oídos, tocarlo con nuestras propias manos; tan cerca que no haya entre nosotros y él nada que nos separe, nos divida, nos distancie…

Jesús es Dios-para-nosotros, Dios-con-nosotros, Dios-dentro-de-nosotros. Jesús es Dios entregándose por completo, derrochando su vida por nosotros sin ningún tipo de reserva. Jesús no se guarda nada ni se aferra a lo que posee. Da todo lo que tiene a manos llenas. «Comed…, bebed…, esto es mi cuerpo…, ésta es mi sangre…, éste soy yo que me entrego a vosotros».

Todos conocemos ese deseo de damos a nosotros mismos en la mesa. Decimos: «Comed y bebed; lo he hecho para vosotros. Comed más; es para que lo disfrutéis, para que cojáis fuerzas, para que sintáis cuánto os quiero…» Lo que deseamos no es sólo dar comida, sino darnos a nosotros mismos. «Sé mi invitado», decimos. Y al animar a un amigo a sentarse a nuestra mesa, estamos queriendo decir: «Sé mi amigo, sé mi compañero, sé mi amor, sé parte de mi vida, quiero entregarme a ti…»

En la Eucaristía, Jesús lo da todo. El pan no es un simple signo de su deseo de ser nuestro alimento; el cáliz no es sólo un signo de su afán de ser nuestra bebida. El pan y el vino se
transforman
en su cuerpo y sangre en la entrega. El pan, en efecto, es su cuerpo entregado por nosotros; el vino es su sangre derramada por nosotros. Así como Dios se nos hace presente a través de Jesús, así también Jesús se nos hace presente en el pan y el vino en la Eucaristía. Dios no sólo se encarnó por nosotros hace muchos años en un país lejano, sino que también se hace alimento y bebida para nosotros en este momento de la celebración eucarística, justamente donde estamos reunidos en torno a la mesa. Dios no se guarda nada; Dios lo da todo. Este es el misterio de la Encarnación. Y éste es también el misterio de la Eucaristía. La Encarnación y la Eucaristía son las dos expresiones del amor inmensamente generoso de Dios. Por eso el sacrificio de la cruz y el sacrificio de la mesa son un mismo sacrificio, una completa autodonación de Dios que llega a toda la humanidad en el tiempo y en el espacio.

La palabra que mejor expresa este misterio de la total autodonación de Dios es «comunión». Es la palabra que contiene la verdad de que, en y a través de Jesús, Dios quiere, no sólo enseñarnos, instruirnos o inspirarnos, sino hacerse uno con nosotros. Dios desea estar completamente unido a nosotros para que todo su ser y el nuestro puedan fundirse en un amor eterno. Toda la larga historia de la relación de Dios con los seres humanos es una historia de comunión cada vez más profunda. No es simplemente una historia de uniones, separaciones y reencuentros, sino una historia en la que Dios busca modos siempre nuevos de unirse en íntima comunión con quienes han sido creados a su imagen y semejanza.

Decía Agustín: «Mi alma no descansará hasta que descanse en ti, oh Señor»; pero cuando considero la tortuosa historia de nuestra salvación, no sólo veo que anhelamos pertenecer a Dios, sino que Dios también anhela pertenecernos. Es como si Dios estuviera gritándonos: «Mi corazón no descansará hasta que descanse en ti, mi amada creación». Desde Adán y Eva hasta Abraham y Sara, desde Abraham y Sara hasta David y Betsabé, y desde David y Betsabé hasta Jesús y para siempre, Dios grita su deseo de ser recibido por los suyos. «Yo os creé, os di todo mi amor, os guié, os ofrecí mi apoyo, os prometí que se cumplirían los deseos de vuestros corazones…: ¿dónde estáis, dónde está vuestra respuesta, dónde está vuestro amor? ¿Qué más debo hacer para que me améis? No pienso rendirme; he de seguir intentándolo. ¡Algún día descubriréis cuánto anhelo vuestro amor!»

Dios desea la comunión: una unidad que es vital y viva, una intimidad que proviene de ambas partes, un lazo que es verdaderamente recíproco. No se trata de algo forzado o voluntarista, sino de una comunión libremente ofrecida y recibida. Dios llega hasta donde sea necesario para hacer posible esta comunión. Dios se hace como un niño que requiere atenciones, como un joven necesitado de ayuda; Dios se hace como un maestro en busca de discípulos, como un profeta que trata de reclutar seguidores; finalmente, Dios se convierte en un cadáver traspasado por la lanza de un soldado y depositado en un sepulcro. Al final de la historia, ahí está él mirándonos, preguntándonos con ojos expectantes: «¿Me amáis?»; y de nuevo: «¿me amáis?»; y una tercera vez: «¿me amáis?».

Es este intenso deseo de Dios de entrar en una relación más íntima con nosotros lo que constituye el centro de la celebración y la vida eucarísticas. Dios no sólo desea entrar en la historia humana siendo una persona que vive en una época y un lugar determinados, sino que quiere ser nuestro alimento y nuestra bebida cotidianos en todo momento y lugar.

Por eso Jesús toma el pan, lo bendice y nos lo da. Y en ese momento, cuando vemos el pan en nuestras manos y lo llevamos a nuestra boca para comerlo, entonces se abren nuestros ojos y le reconocemos.

La Eucaristía es reconocimiento. Es darse perfecta cuenta de que el que toma, bendice, parte y da el pan y el vino es Aquel que, desde el principio de los tiempos, ha deseado entrar en comunión con nosotros. La comunión es lo que tanto Dios como nosotros deseamos. Es el grito más profundo del corazón de Dios y del nuestro, porque hemos sido creados con un corazón que sólo puede ser satisfecho por aquel que lo ha creado. Dios puso en nuestros corazones un deseo de comunión que nadie más que Dios puede y quiere satisfacer. Dios lo sabe, pero nosotros solemos ignorarlo, pues seguimos buscando en cualquier otro lugar esa experiencia de pertenencia. Contemplamos el esplendor de la naturaleza, la magnificencia de la historia y el atractivo de sus personajes; pero parece bastante improbable que ese simple gesto de partir el pan, tan normal y tan poco espectacular, nos permita encontrar esa comunión que tanto anhelamos. Sin embargo, si hemos llorado nuestras pérdidas, le hemos escuchado en el camino y le hemos invitado a entrar en lo más profundo de nosotros mismos, sabremos que esa comunión que hemos estado esperando recibir es la misma que él ha estado esperando poder dar.

Hay una frase en el relato de Emaús que nos lleva directamente al misterio de la comunión: «…lo reconocieron; pero él desapareció de su vista». En el mismo momento en que los dos amigos le reconocen en la fracción del pan, él ya no está con ellos. Cuando él les da el pan para que lo coman, ellos ya no le ven sentado a la mesa. Cuando ellos comen, él se ha vuelto invisible. Cuando ellos entran en la más íntima comunión con Jesús, el desconocido, convertido ahora en amigo, ya no está con ellos. Precisamente cuando se les hace más presente, es cuando se hace ausente.

Aquí estamos tocando uno de los aspectos más sagrados de la Eucaristía: el misterio de que la comunión más profunda con Jesús acaece en su ausencia. Los dos discípulos que iban camino de Emaús le habían escuchado durante muchas horas, habían caminado con él de aldea en aldea, le habían ayudado a predicar, habían descansado y comido con él. Durante un año, él había sido su maestro, su guía, su señor. Todas sus esperanzas de un futuro nuevo y mejor estaban centradas en él. Sin embargo…, no habían conseguido conocerle ni comprenderle del todo. Él les había dicho muchas veces: «Ahora no comprendéis; ya lo comprenderéis más tarde…» Realmente no sabían lo que trataba de decirles. Ellos creían estar más cerca de él que de ninguna otra persona a la que hubieran conocido. Sin embargo, él no dejaba de decir: «Os digo esto ahora… para que después, cuando ya no esté con vosotros, lo recordéis y comprendáis». Un día había dicho incluso que convenía que él se fuera para que pudiera venir su Espíritu y guiarlos a una plena intimidad con él. Su Espíritu abriría sus ojos y les haría comprender perfectamente quién era él y por qué había venido a estar con ellos.

Durante todo aquel tiempo con los discípulos, no había habido una plena comunión. Por supuesto que ellos habían estado con él y se habían sentado a sus pies; por supuesto que habían sido sus discípulos e incluso sus amigos. Pero no habían entrado en plena comunión con él. Su cuerpo y su sangre —el cuerpo y la sangre de él y el cuerpo y la sangre de ellos— no habían llegado a ser uno. En muchos aspectos, Jesús no había dejado de ser para ellos «otro», alguien que les precedía y les mostraba el camino. Pero cuando comen el pan que él les da, y ellos le reconocen, comprenden en lo más hondo de su espíritu que ahora él habita en lo más profundo de su ser, que respira en ellos, que habla en ellos, que vive realmente en ellos. Cuando comen el pan que él les ofrece, sus vidas se transforman en la vida de él. Ya no son ellos quienes viven, sino que es Jesús, el Cristo, quien vive en ellos. Y precisamente en ese sagrado momento de comunión, él desaparece de su vista.

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