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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Chalados y chamba (10 page)

BOOK: Chalados y chamba
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A menos, eso sí, que fuese un fantasma.

Mentolina me arrancó de tales pensamientos cuando me aseguró que estábamos los dos vivitos y coleando.

Al parecer, la lámpara había caído a nuestro lado, sin rozarnos siquiera y dejándonos del todo indemnes.

—¿Sabes? —dijo con toda calma—, yo diría que tal vez han pasado demasiadas cosas de este género últimamente. Cosas absurdas, totalmente demenciales, y que sin embargo suceden. Me recuerda a… algo, pero no sé bien a qué…

«Bueno —me dije—, pues yo preferiría que pensara deprisa y averiguara qué demonios está pasando. Entonces tal vez podríamos hacer algo al respecto».

Hum.

Cruzamos uno de los patios pequeños, junto al Torreón Este, desde cuya cima nos llegaba un martilleo frenético. Decidí dejar a Mentolina, que tenía su cita con los de la agencia, para subir a ver qué estaba tramando el viejo chiflado de Lord Otramano.

Levanté el vuelo y apunté con el pico hacia arriba, sobrevolando el patio y ascendiendo en círculo hasta mi punto de apoyo favorito: el alféizar de la ventana del laboratorio.

Avancé de puntillas y atisbé hacia el interior.

Grito. Eso habría dicho si hubiera sido Solsticio.

Yo, en cambio, me limité a abrir los ojos y el pico de par en par, totalmente patidifuso. Pues allí mismo, con todo el aspecto de un artefacto ya terminado, se alzaba el invento en el que llevaba días trabajando Lord Otramano.

—¡Je, je! —le estaba diciendo justo en ese momento a Fermín, una costumbre más bien inquietante que había adquirido de la abuela Slivinkov—. ¿No es una obra genial? No respondas, muchacho; tú pásame el destornillador, ¿quieres? El grande. No, más grande. ¡He dicho el más grande! ¡Grande!

Fermín encontró al fin el destornillador de los sueños de Pantalín, y se lo tendió a su señoría, que empezó a aporrear con él un costado del artilugio.

Era un cacharro extraño, pero reconozco que casi tenía aspecto de poder funcionar.

Parecía un piano pequeño, con una caja de madera vertical, varios mandos y palancas en el tablero saliente donde debería haber estado el teclado, y una larga ranura en la parte frontal que formaba una especie de ventanilla apaisada.

Al cabo de un momento caí en la cuenta de que, en realidad, era el piano de prácticas del Salón de Música, desguazado sin piedad y armado otra vez para adoptar la apariencia del último engendro, o mejor, de la última chaladura de Pantalín.

—¡
Je
! —repitió—. Ya casi lo tenemos.

Y entonces estaremos en condiciones de desvelar el futuro: de conocerlo aquí y ahora. ¡El vasto e incognoscible océano de las cosas todavía por suceder estará a nuestro alcance esta misma noche! Habrá que reconocer a fin de cuentas que soy un genio de extraordinaria magnitud. Los reyes se inclinarán ante mí con toda humildad y con temor, ¡y se preguntarán qué clase de hombre es ese capaz de lograr cosas tan prodigiosas! —Le dio unos porrazos más a la tapa del ex piano y retrocedió un par de pasos—. ¡Ajá! ¿Qué me dices, Fermín? ¿Estamos ya, como creo que dicen los jóvenes hoy en día, listos para mover el esqueleto?

—Del todo listos, señor —dijo Fermín—. Más que listos.

—Je.

Pantalín alzó la barbilla como si estuviera pronunciando ante la pared un discurso imaginario. Probablemente el discurso de aceptación de un premio despampanante, dotado con una suma colosal de dinero.

—Sí, eso es. Sí. No, bueno, no tan difícil, en realidad. En fin, ya me entiende. Ah, desde luego, querrá usted ver cómo funciona… ¿Predecir el futuro? Sí, es infalible. Bueno, ¿hacemos la prueba? No, no, es muy fácil si sabes cómo… ¿Ve?, solo tiene que introducir aquí la fecha. Muy bien.

Y luego accionar el interruptor… ¡Con cuidado! ¡Bien! Damas y caballeros, aquí tienen… ¡el Predictómetro!

Fermín había puesto los ojos en blanco tan exageradamente que parecía que mirase al techo a través de la tapa de sus sesos. Entonces Pantalín giró una palanca que había a un lado del Predictómetro y pulsó el interruptor.

La máquina se puso a retumbar en el acto, a agitarse y sacudirse como una lavadora en una discoteca. Es más, con su propia vibración empezó a deslizarse hacia la puerta abierta. Podría haberse precipitado por la escalera de caracol y hallado un final funesto si Fermín y su señoría no hubieran corrido tras el armatoste para frenarlo.

Mientras lo arrastraban otra vez a su sitio me pareció que la ventanilla de la ranura frontal se había vuelto loca. Detrás del cristal, observé ahora, había una serie de cilindros que giraban velozmente, convertidos en un borrón tembloroso.

De repente, el cilindro de la izquierda perdió impulso y se detuvo. Tenía una palabra escrita.

La palabra era «mantequilla».

Antes de que me diese tiempo a reflexionar, el segundo cilindro se paró también, mostrando otra palabra.

La segunda palabra era «monos».

Y después, en una rápida sucesión, como si el Predictómetro hubiera llegado a una conclusión definitiva, los demás cilindros fueron deteniéndose uno tras otro.

Caí en la cuenta de que la máquina había formado una frase.

La frase, si puede llamarse así, era:

—¡
Juark
! —grazné. Otro desastre en la carrera de inventor de Pantalín, y eso que por una vez, solo por una vez, había llegado a creer que iba a salirle algo inteligente. Me maldije por mi estupidez, porque realmente estaba convencido de que aquel trasto podía funcionar.

No obstante, en aquel momento yo parecía el único que pensaba así.

—¡Fermín! —gritó Pantalín, examinando con emoción las palabras del Predictómetro—.

¡El futuro nos ha sido revelado! ¡Anótalo todo! ¡Je!

Fermín ya estaba cogiendo un lápiz…

Y entonces me caí hacia atrás del alféizar, y tan aturdido estaba que solo me acordé de desplegar las alas cuando husmeé las losas del patio viniendo hacia mí a una velocidad prodigiosa. Menuda chamba.

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