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Authors: Charles Dickens

Tags: #Fantástico, #Clásico, #Cuentos

Canción de Navidad (7 page)

BOOK: Canción de Navidad
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Tercera Estrofa
El Segundo De Los Tres Espíritus

D
espertó al dar un estrepitoso ronquido, e incorporándose en el lecho para coordinar sus pensamientos, no tuvo necesidad de que le advirtiesen que la campana estaba próxima a dar otra vez la una. Vuelto a la realidad, comprendió que era el momento crítico en que debía celebrar una conferencia con el segundo mensajero que se le enviaba por la intervención de Jacob Marley. Pero hallando muy desagradable el escalofrío que experimentaba en el lecho al preguntarse cuál de las cortinas separaría el nuevo espectro, las separaría con sus propias manos y, acostándose de nuevo, se constituyó en avisado centinela de lo que pudiera ocurrir alrededor de la cama, pues deseaba hacer frente al Espíritu en el momento de su aparición, y no ser asaltado por sorpresa y dejarse dominar por la emoción.

Los caballeros de carácter libre y despreocupado, que se enorgullecen de servir lo mismo para un fregado que para un barrido, habitualmente alardean de ser capaces de ejecutar cualquier acción, desde jugar a la cara o cruz hasta cometer un asesinato, a pesar de que entre ambos extremos opuestos quepa, sin duda alguna, una gama bastante extensa de objetivos. Sin llegar a incluir a Scrooge en esta tan osada manera de ser, no me importa haceros notar que estaba preparado para acoger con serenidad las más absurdas apariciones y que nada, desde un niño hasta un rinoceronte, lograría asustarlo en demasía.

Así, pues, hallándose preparado para casi todo lo que pudiera ocurrir; no lo estaba de ninguna manera para el caso de que no ocurriera nada, y, por consiguiente, cuando la campana dio la una y Scrooge no vio aparecer ninguna sombra, fue presa de un violento temblor. Cinco minutos, diez minutos, un cuarto de hora transcurrieron y nada ocurría… Durante todo este tiempo, Scrooge estuvo tendido en su cama, verdadero núcleo y centro de un resplandor de luz intensa que se desparramó a su alrededor cuando el reloj dio la hora; pero, siendo una sola luz, era más alarmante que una docena de espectros, pues Scrooge se sentía impotente para descifrar cuál fuera su significado; y hubo momentos en que temió que se verificase un interesante caso de combustión espontánea, sin tener el consuelo de saber de qué se trataba. No obstante, al fin empezó a pensar —como vosotros y yo mismo hubiéramos hecho ya en un principio, porque es siempre la persona que no se encuentra en el trance apurado la que sabe lo que se debe hacer para solventarlo, y sin lugar a dudas lo hace—, al fin, digo, empezó a pensar que el manantial de la misteriosa luz sobrenatural podía hallarse en la habitación inmediata, de donde parecía proceder el resplandor. Esta idea se apoderó de su pensamiento, y suavemente se deslizó Scrooge con sus zapatillas hacia la puerta.

En el preciso momento en que su mano se posaba en la cerradura, una voz extraña lo llamó por su nombre y le invitó a entrar. El obedeció.

Era su propia habitación. Acerca de esto no había la menor duda. Pero la estancia había sufrido una sorprendente transformación. Las paredes y el techo hallábanse de tal modo cubiertos de ramas y hojas, que parecía un perfecto bosque, el cual por todas partes mostraba pequeños frutos que resplandecían. Las rizadas hojas de acebo, hiedra y muérdago reflejaban la luz como si se hubieran esparcido multitud de pequeños espejos, y en la chimenea resplandecía una poderosa llamarada, alimentada por una cantidad de combustible desconocida en tiempo de Marley o de Scrooge y desde hacía muchos años y muchos inviernos. Amontonados sobre el suelo, formando una especie de trono, había pavos, gansos, piezas de caza, aves caseras, suculentos trozos de carne, cochinillos, largas salchichas, pasteles, barriles de ostras, encendidas castañas, sonrosadas manzanas, jugosas naranjas, brillantes peras y tazones llenos de ponche, que obscurecían la habitación con su delicioso vapor. Cómodamente sentado sobre este lecho se hallaba un alegre gigante de glorioso aspecto, que tenía una brillante antorcha de forma parecida al Cuerno de la Abundancia, y que la mantenía en alto para derramar su luz sobre Scrooge cuando éste llegó atisbando alrededor de la puerta.

—¡Entrad! —exclamó el Espectro—. ¡Entrad y conocedme mejor, hombre!

Scrooge penetró tímidamente e inclinó la cabeza ante el Espíritu. Ya no era el terco Scrooge que había sido, y aunque los ojos del Espíritu eran claros y benévolos, no le agradaba encontrarse con ellos.

—Soy el Espíritu de la Navidad Presente —dijo el Espectro—. ¡Miradme!

Scrooge le miró con todo respeto. Estaba vestido con una sencilla y larga túnica o manto verde, con vueltas de piel blanca. Esta vestidura colgaba sobre su figura con tal negligencia, que se veía el robusto pecho desnudo como si no se cuidara de mostrarlo ni de ocultarlo con ningún artificio. Sus pies, que se veían por debajo de los amplios pliegues de la vestidura, también estaban desnudos y sobre la cabeza no llevaba otra cosa que una corona de acebo, sembrada aquí y allá de carámbanos brillantes. Sus negros rizos eran abundantes y sueltos, tan agradables como su rostro alegre, su mirada viva, su mano abierta, su armoniosa voz, su desenvoltura y su simpático aspecto. Ceñida a la cintura llevaba una antigua vaina de espada; pero en ella no había arma ninguna y la antigua vaina se hallaba mohosa.

El segundo visitante de Scrooge

—¿Nunca hasta ahora habéis visto nada que se me parezca? —exclamó el Espíritu.

—Nunca —contestó Scrooge.

—¿Nunca habéis paseado en compañía de los más jóvenes miembros de mi familia, quiero decir (pues yo soy muy joven) de mis hermanos mayores nacidos en estos últimos años? —prosiguió el Fantasma.

—Me parece que no —dijo Scrooge—. Temo que no. ¿Habéis tenido muchos hermanos, Espíritu?

—Más de mil ochocientos —dijo el Espectro.

—Una tremenda familia a quien atender —murmuró Scrooge.

El Espíritu de la Navidad Presente se levantó.

—Espíritu —dijo Scrooge con sumisión—, llevadme a donde queráis. La última noche tuve que salir de casa a la fuerza y aprendí una lección que ahora hace su efecto. Esta noche, si tenéis que enseñarme alguna cosa, permitidme que saque provecho de ella.

—¡Tocad mi vestido!

Scrooge lo tocó apretándolo con firmeza.

Acebo, muérdago, rojos frutos, hiedra, pavos, gansos, caza, aves, carne, cochinillos, salchichas, ostras, pasteles y ponche, todo se desvaneció instantáneamente. Lo mismo ocurrió con la habitación, el fuego, la rojiza brillantez, la noche, y ellos halláronse en la mañana de Navidad y en las calles de la ciudad, donde (como el tiempo era crudo) muchas personas producían una especie de música tosca, pero alegre y no desagradable, al arrancar la nieve del pavimento en la parte correspondiente a sus domicilios y de los tejados de las casas, lo que producía una alegría loca en los muchachos al ver cómo se amontonaba cayendo sobre el piso y a veces se deshacía en el aire, produciendo pequeñas tempestades de nieve.

Las fachadas de las casas parecían negras y más negras aún las ventanas, contrastando con la tersa y blanca sábana de nieve que cubría los tejados y con la nieve más sucia que se extendía por el suelo y que había sido hollada en profundos surcos por las pesadas ruedas de carros y camiones; surcos que se cruzaban y se volvían a cruzar unos a otros, cientos de veces, en las bifurcaciones de las calles amplias, y formaban intrincados canales, difíciles de trazar, en el espeso fango amarillo y en el agua llena de hielo. El cielo estaba sombrío y las calles más estrechas se hallaban ahogadas por la obscura niebla, medio deshelada, medio glacial, cuyas partículas más pesadas descendían en una llovizna de átomos fuliginosos, como si todas las chimeneas de la Gran Bretaña se hubieran incendiado a la vez y estuvieran lanzándose el contenido de sus hogares. Nada de alegre había en el clima de la ciudad, y, sin embargo, notábase un aire de júbilo que el más diáfano aire estival y el más brillante sol del estío en vano habrían intentado difundir.

En efecto, los que maniobraban con las palas en lo alto de los edificios estaban animosos y llenos de alegría; llamábanse unos a otros desde los parapetos y de vez en cuando se disparaban bromeando una bola de nieve —proyectil mucho más inofensivo que muchas bromas verbales—, riendo cordialmente si daba en el blanco y no menos cordialmente si fallaba la puntería.

Jugando en la nieve

Las tiendas en que se vendían aves estaban todavía entreabiertas y las fruterías radiantes de esplendor. Había grandes, redondas y panzudas cestas de castañas, cuya figura se asemejaba a los chalecos de los viejos caballeros, recostadas en las puertas y tumbadas en la calle con su opulencia apoplética. Había rojizas, morenas y anchas cebollas de España, brillando en la gordura de su desarrollo como frailes españoles, y haciendo guiños en sus bazares, con socarronería retozona a las muchachas que pasaban por su lado y mirando tímidamente al muérdago que colgaba en lo alto. Había peras y manzanas formando altas pirámides apetitosas; había racimos de uvas, que la benevolencia de los fruteros había colgado de magníficos ganchos para que las bocas de los transeúntes pudieran hacerse agua al pasar; había montones de avellanas, mohosas y obscuras, cuya fragancia hacía recordar antiguos paseos por en medio de bosques y agradables marchas hundiendo los pies hasta los tobillos en hojas marchitas; había manzanas de Norfolk, regordetas y carinegras, haciendo resaltar el color amarillo de las naranjas y limones, que en la gran densidad de sus cuerpos jugosos pedían con urgencia ser llevados a casa en bolsas de papel y comidos después de la cena. Hasta los peces de oro y plata, que se exponían mezclados con estos frutos exquisitos en un bol, aunque eran miembros de una raza melancólica y de sangre poco agitada, parecían presentir que algo estaba sucediendo; y, como peces que eran, iban dando boqueadas de asombro y vueltas y más vueltas por su pequeño mundo, con una excitación lenta y desapasionada.

¡Los tenderos! ¡Oh, los tenderos!, a punto de cerrar, con las puertas entornadas, pero a través de las rendijas daba gusto mirar. No era solamente que los platillos de la balanza produjesen un agradable sonido al caer sobre el mostrador, ni que el bramante se separase del carrete con viveza, ni que las cajas metálicas resonasen arriba y abajo como objetos de prestidigitación, ni que los olores mezclados del té y del café fuesen muy agradables al olfato, ni que las pasas fuesen abundantes y raras, las almendras exageradamente blancas, las tiras de canela largas y rectas, delicadas las otras especias, las frutas confitadas, envueltas en azúcar fundido, capaces de excitar el apetito y dar envidia a los más fríos espectadores. No era tampoco que los higos se mostrasen húmedos y carnosos, ni que las ciruelas francesas enrojeciesen con alguna acritud en sus cajas adornadas, ni que todo excitase el apetito en su aderezo de Navidad, sino que las parroquianas se apresuraban con tal afán en la esperanzada promesa del día, que se empujaban unas a otras a la puerta, estrellando violentamente sus cestos de mimbre, y dejaban los monederos sobre el mostrador y volvían corriendo a buscarlos, cometiendo cientos de equivocaciones semejantes, con el mejor humor posible; mientras el tendero y sus dependientes se mostraban tan serviciales y tan fogosos, que se comprendía fácilmente que los corazones que latían detrás de los mandiles no se regocijaban sólo por hacer buenas ventas, sino por el júbilo que les producía la Navidad.

Pero pronto las campanas llamaron a las buenas gentes a la iglesia o la capilla, y todos acudieron luciendo por las calles sus mejores vestidos y con la alegría en los rostros, y al mismo tiempo desembocaron por todas las calles, callejuelas y recodos incontables personas que llevaban sus comidas a las panaderías, para ponerlas en el horno. La vista de aquellas pobres gentes de buen humor pareció interesar muchísimo al Espíritu, pues permaneció detrás de Scrooge a la puerta de una panadería, y levantando las tapaderas de las cazuelas, conforme pasaban por su lado los que las llevaban, rociaba las comidas con el incienso de su antorcha, que era verdaderamente extraordinaria, pues una o dos veces que se cruzaron palabras airadas entre algunos portadores de comidas por haberse empujado mutuamente, el Espíritu derramó sobre ellos algunas gotas de agua procedente de la antorcha, e inmediatamente recobraron su buen humor, pues decían que era una vergüenza disputar el día de Navidad. ¡Y así era! ¡Dios lo quería así, y así debía ser!

Con el tiempo cesaron de tocar las campanas y los panaderos cerraron y, sin embargo, era de admirar cómo desaparecía, por efecto de la confección de aquellas comidas, la mancha de humedad que coronaba todos los hornos, cuyo pavimento echaba humo como si estuvieran asándose hasta sus piedras.

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