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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

Bienaventurados los sedientos (9 page)

BOOK: Bienaventurados los sedientos
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Es muy desagradable que lo pillen a uno in fraganti de un modo tan palmario. Le exasperaba haber estado tan desarmado durante el encuentro con la policía. El peligro de toparse con un agente era obvio; sin embargo, ni por asomo había tenido en cuenta esta posibilidad. Por su falta de previsión se iba a enfrentar a un interrogatorio bochornoso al día siguiente. En fin, nada que no tuviera solución.

Por la tarde volvió al edificio. Solo le quedaban por entrevistar un hombre en la quinta planta y a una joven en la tercera. Aunque de poco le serviría, ya que los demás vecinos le habían contado que el hombre en cuestión llevaba un par de meses en el extranjero y que la joven había pasado el fin de semana con sus padres.

El anciano fue el único que pudo contarle algo concreto. Algo acerca de un coche rojo, un auto desconocido de color carmín intenso que había permanecido aparcado en la calle, a unos treinta metros del portal, desde las once de la noche hasta bien entrada la madrugada del domingo.

¿Tenía la Policía constancia de ese coche rojo? ¿Constituía ese hecho un dato importante? Podía pertenecer a cualquiera. No cuadraba que un violador dejara aparcado su coche en las inmediaciones de la escena del crimen. Por otro lado, el fornido dentista no era de los que metían a violadores en el mismo saco que a otros delincuentes. Asociaba a los delincuentes sexuales con seres babosos, barriobajeros y de escasa inteligencia. No obstante, ahora que él mismo se había lanzado a la caza y captura del criminal, y que se obligaba a mostrarse algo más reflexivo, no podía…, no quería descartar la posibilidad de que aquel hombre fuera el propietario del coche rojo.

En todo caso, era lo único tangible: un coche rojo, berlina, modelo y matrícula desconocidos.

Soltó un suspiro triste y se puso a preparar algo parecido a una comida para él mismo y para su hija, que seguía sin decir nada de nada.

Eran casi las diez de la noche, yacían en el suelo y habían hecho el amor. Estaban recostadas sobre dos edredones y se tapaban con un cortinón antitérmico que colgaba delante de la puerta de la terraza, temerariamente entreabierta. Las cortinas estaban cerradas y habían hecho el menor ruido posible. Oían sonidos lejanos que provenían de las demás terrazas: una pareja que discutía en el piso de abajo y la televisión del vecino de al lado. Hanne y Cecilie llevaban ahí tumbadas desde antes de las noticias de las siete.

—Realmente, no sé qué hacemos aquí tiradas. —Hanne se rio entre dientes—. Está duro y me duele el coxis.

—Eres una ñoña, mírame, ¡tengo quemaduras!

Cecilie le puso la rodilla a la altura de la cara. Era cierto, tenía una fuerte y considerable rozadura. Nunca iban a aprender. Había ocurrido algunas veces que una de las dos en plena fricción contra la alfombra del suelo se llenaba de marcas muy feas en los codos o en las rodillas, en cuanto se salían del edredón.

—Pobrecita —dijo Hanne, y le besó la rodilla dolorida—. ¿Por qué siempre acabamos aquí?

—Porque es enormemente acogedor —le contestó su novia, que se levantó.

—¿Te vas?

—No, quiero coger un edredón, tengo frío.

Empuñó la colcha superior y empezó a tirar de ella, lo que hizo rodar a Hanne. Cecilie se colocó a hurtadillas al lado de Hanne y la besó justo donde la espalda se divide.

—Pobre rabadilla —dijo, y se acurrucó al lado de Hanne, tapando a ambas con el edredón.

Hanne se puso de lado, apoyó la cabeza en el hombro de su compañera y le acarició suavemente con el dedo índice el seno derecho.

—¿Qué harías si alguien me violara? —preguntó de sopetón.

—¿Te violara? ¿Por qué querría alguien violarte? No serás tan torpe como para dejarte violar.

—Por favor, cariño, sácate esa idea de la cabeza. No tiene nada que ver la torpeza cuando una chica es violada.

—¿Ah, no? Entonces, ¿por qué ninguna de nuestras amigas ha sido víctima de violación? ¿Por qué salen siempre en los periódicos historias de chicas violadas en los lugares más lúgubres de la ciudad, a horas intempestivas? Si una toma las precauciones necesarias, no se expone a una violación.

Hanne no estaba dispuesta a discutir en aquel momento y en aquel lugar, aunque la irritación que le provocaba la falta de comprensión de su pareja empezaba a cansarla. No, ahora estaba demasiado a gusto como para ponerse a discutir, no le apetecía. Prefirió inclinarse y dejar que su lengua resbalara en círculos húmedos alrededor de la areola de Cecilie, con mucha delicadeza, para no tocar el pezón. Se detuvo repentinamente.

—En serio —insistió—. ¿Qué harías? ¿Qué sentirías?

La otra mujer se levantó perezosamente, apoyándose en sus antebrazos y se giró a medias hacia ella. La lucecita verde de la pantallita del inmenso aparato de música iluminaba su rostro, confiriéndole un aspecto supraterrenal.

—Eres el fantasma más guapo del mundo —dijo Hanne en voz baja y soltando una carcajada—. Indiscutiblemente, el fantasma más hermoso del planeta.

Cazó un rizo de la larga melena rubia y se lo enroscó en el dedo.

—Por favor —volvió a insistir—, ¿no puedes decirme lo que harías?

Finalmente, Cecilie comprendió que hablaba en serio. Se incorporó un poco y enderezó la espalda como si ese gesto la ayudara a concentrarse mejor. Entonces dijo alto y claro y con voz grave:

—Mataría al tío. —Se detuvo bruscamente y reflexionó durante diez segundos—. Sí, lo mataría sin dudarlo.

Era justo la respuesta que Hanne quería oír. Se levantó y besó a su novia con ternura.

—Respuesta correcta —dijo brindándole una sonrisa—. Ahora tenemos que dormir.

Viernes, 4 de junio

F
inn Håverstad se adentraba rara vez en la zona este de la ciudad. Su despacho estaba ubicado en una mansión colosal, vieja y muy costosa de mantener, en el acomodado barrio de Frogner, al oeste. El bajo estaba ocupado por un estudio de arquitectura, uno de los pocos que habían sobrevivido a la prolongada crisis del sector. En la primera planta se alojaban los tres dentistas, en unos locales atractivos con mucha luz, sol y aire por los cuatro costados.

La casa familiar estaba en Volvat, un lugar céntrico y al mismo tiempo rural sobre un terreno de unos mil quinientos metros cuadrados. Si bien la clínica dental había sido muy rentable durante los últimos quince años, fue sobre todo un buen pellizco como adelanto de la herencia lo que le había permitido estar en condiciones de comprarla en 1978. Su hija adoraba esa casa, y él podía llegar hasta su despacho en un paseo de veinte minutos, aunque no lo hacía nunca.

Este lado de la ciudad era distinto, no era especialmente más sucio, tampoco más vulgar, sino que… olía más. El humo de los coches formaba capas más densas y la ciudad aquí desprendía un olor más fuerte, como si hubiese olvidado echarse desodorante. Además, el ruido era bastante más elevado. No se sentía a gusto.

Típicamente noruego, emplazar la comisaría en la zona más desoladora de la ciudad. El Estado compraría el solar por cuatro duros; encima, las posibilidades de aparcar eran penosas. Conducía el BMW con prudencia al entrar por el acceso oscuro, situado al pie de la cuesta que subía hasta el edificio. Tuvo que aguardar diez minutos hasta lograr aparcar. Un chaval salió rugiendo de su plaza conduciendo un viejo Volvo Amazon y rozó la esquina de piedra en la última curva al salir del aparcamiento. La pared presentaba unas franjas amarillas y negras que indicaban que el chico no había sido el primero en topar con esa esquina. El dentista quedó advertido, por lo cual maniobró lo necesario para dejar el coche en su sitio y dudó si bajarse o no, ya que llevaba un cuarto de hora de retraso.

Ella no comentó su demora de dieciocho minutos, estaba sonriente y atenta, simple y llanamente agradable. Eso lo dejó muy desconcertado.

—No estaremos mucho tiempo —dijo, para tranquilizarlo—. ¿Café? ¿Tal vez té?

Hanne fue por café para ambos y encendió un cigarrillo, tras asegurarse de que no le molestaba lo más mínimo a su invitado.

Durante un espacio de tiempo interminable, se quedó sentada, sin decir palabra, soltando bocanadas por todo el cuarto y siguiendo las nubes de humo con la mirada turbia. Él empezó a moverse inquieto en la silla, en parte por su incomodidad. Al final no aguantó más el silencio.

—¿Deseaba algo en especial de mí? —dijo, y se sorprendió por el tono moderado de su propia voz.

Hanne clavó su mirada en él, como si no supiera que llevaba ahí un buen rato.

—Sí, claro —dijo, en un tono casi jocoso—. Quiero algo especial de usted. Pero primero…

Apagó el cigarrillo, le lanzó una mirada interrogativa y, a todas luces, recibió la respuesta que buscaba, porque el hombre extendió el brazo en un gesto de conformidad y ella encendió inmediatamente otro pitillo.

—Debería dejar esto —dijo en tono confidente—. Tengo un jefe aquí, ha fumado así durante treinta años. Debería oír esa tos que tiene ¡Escuche!

Se quedó quieta y ladeó la cabeza. Desde lejos, del fondo del pasillo, llegaba el eco de un acceso de tos estertoroso.

—Lo oye, ¿verdad? —dijo, triunfante—. ¡Esta sustancia es altamente letal!

Fulminó el paquete de tabaco semivacío con una mirada de desagrado y se distrajo un instante.

—Bueno, pues a lo que íbamos —dijo, tan de golpe y tan fuerte que el hombre pegó un salto en la silla.

Notó que había empezado a sudar y se pasó el dedo índice, lo más discretamente posible, por el labio superior.

—En primer lugar, las formalidades —dijo en tono neutral, escribiendo el nombre, la dirección y el número de identificación según se lo iba dictando—. A continuación, tengo que advertirle lo siguiente: debe decir la verdad a la Policía, está sancionado con penas de cárcel declarar en falso, ya que es usted testigo… —sonrió y le miró—, y no está inculpado en ningún proceso penal. ¡Los procesados sí que pueden mentir todo lo que quieran! Bueno, casi. Es injusto, ¿no cree?

La enorme cabeza asentía. En ese momento estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa que viniese de esa mujer, porque le asustaba más de lo que aparentaba. La primera vez que la vio, el lunes anterior, se había fijado en que era muy atractiva. Bastante alta, delgada, aunque con las caderas bien rollizas y el pecho prominente. Ahora se parecía más a una amazona. Volvió a pasar el dedo bajo la nariz, pero no le sirvió de nada. Sacó un pañuelo recién planchado y se secó a la altura de las dos sienes.

—¿Tiene usted calor? Lo siento, este edificio es totalmente inadecuado para las altas temperaturas que padecemos estos días.

No hizo ademán de querer abrir la ventana.

—Por cierto —dijo—, no es obligatorio que hable, puede negarse. Pero no lo hará, ¿verdad?

Él sacudió la cabeza con tanto ímpetu que tuvo la sensación de ver volar las gotas de sudor.

—Bien —determinó la mujer—. Entonces, empecemos.

Durante media hora, Hanne le hizo preguntas rutinarias y de carácter general. A qué hora llegó al piso de su hija el pasado domingo y dónde estuvo ella sentada exactamente cuando entró. Si estaba vestida y si él había retirado algún objeto del lugar. Si había notado algo diferente o poco común más allá del estado físico y mental de su hija, como olores, ruidos y cosas por el estilo. Sobre el estado actual de su hija, cuáles habían sido sus reacciones en los días posteriores. Sobre cómo se encontraba él.

Aunque hablar del caso le dolía en lo más profundo de su ser, empezó a sentir cierto alivio. Sus hombros se relajaron y el cuarto pareció menos asfixiante. Para colmo, bebió un poco de café mientras ella hacía una pausa en el interrogatorio para pasar las anotaciones a la vetusta máquina de escribir eléctrica de bola que tenía delante.

—No es precisamente el último grito —comentó el hombre con cautela.

Sin parar y sin mirarlo, le contó que estaba en la lista de espera para obtener su propio PC, tal vez llegara la siguiente semana, puede que dentro de un mes.

Tardó veinte minutos en mecanografiarlo todo y se encendió un cigarro.

—¿Qué hizo ayer en casa de los vecinos de Kristine?

Resultaba incomprensible que la pregunta lo cogiera por sorpresa de esa manera, porque sabía que llegaría tarde o temprano. Repasó al vuelo en su mente las consecuencias que tendría mentir, y una larga vida de medio siglo en el lado obediente de la sociedad ganó la partida.

—Quería indagar un poco por mi cuenta —reconoció.

Por fin, lo dijo, no mintió y se sintió estupendamente bien. Vio que ella se había dado cuenta de que él había estado planteándose tomar cualquier otra salida.

—¿Va a jugar a detective privado?

El comentario no era sarcástico. Había cambiado su carácter, el rostro era más suave, giró la silla hacia él y, por primera vez desde que llegó, mantuvo el contacto visual.

—Escuche, Håverstad. Evidentemente, no sé cómo lo está pasando, pero me lo puedo imaginar, más o menos. Han desfilado ya cuarenta y dos casos de violación por mi mesa, nadie llega a acostumbrarse del todo. Ninguno se parece, salvo en una cosa: son igual de repulsivos, tanto para las víctimas como para la gente que las quiere. Lo he visto tantas veces… —Se levantó, abrió la ventana y colocó un pequeño y espantoso cenicero de vidrio marrón en la abertura para evitar que se cerrara—. Con frecuencia…, ¡créame!…, con frecuencia le he dado vueltas en mi cabeza a cómo reaccionaría si fuera mi… —se mordió la lengua—, si fuera una persona muy cercana a mí la que hubiera pasado por algo así. Solo especulaciones, claro está, porque no estoy, afortunadamente, en la situación de haberlo vivido. —Su mano fina se cerró y golpeó tres veces la mesa—. Pero creo que me invadirían pensamientos de venganza. En primer lugar, me volcaría en el cuidado y la atención de otros. Se puede canalizar mucha desesperación en la ayuda y el apoyo a los demás. Pero no hace falta que me diga que no consigue aproximarse a ella, lo sé. Las víctimas de violaciones son difíciles de alcanzar y es cuando se revela la sed de venganza. La venganza… —Cruzó los brazos sobre el pecho y su mirada se perdió por encima de su cabeza en un punto remoto—. Creo que subestimamos nuestra necesidad de venganza. ¡Debería oír a los juristas! Si uno solo se atreve a mencionar que la venganza tiene cierto sentido en el hecho de castigar, sueltan toda la artillería, dándonos lecciones de historia judicial sobre que esa cuestión la dejamos atrás hace ya varios siglos. Aquí en el norte, la venganza no se considera un acto suficientemente noble. Es simple, abyecta y, ante todo… —Se mordió el labio mientras buscaba la palabra—. ¡Primitiva! ¡Lo vemos como un acto primitivo! Un error garrafal, esa es mi opinión. La necesidad de vengarnos es inherente al ser humano. La frustración que la gente siente cuando a los violadores les cae año y medio de cárcel no se atenúa con frases jurídicas vacías acerca de la seguridad pública y de las políticas de rehabilitación. ¡La gente exige venganza! Alguien que se ha comportado de un modo cruel debe padecer la misma crueldad, y punto.

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