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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

Asesinos en acción (10 page)

BOOK: Asesinos en acción
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—¡Qué casualidad! Pensaba lo mismo —susurró Lefty—. Fíjate bien en su cara.

El entrepaño que llevaba la inscripción se abrió unos centímetros, de pronto.

Lefty y Bugs se aproximaron a mirar por la improvisada mirilla, pero sufrieron una desilusión. Al otro lado vieron solamente la cabeza de un hombre envuelta en un pañuelo de seda que le ocultaba las facciones.

—¡Venga ese maletín! —les dijo con un voz tan opaca, que no hubieran podido jurar si su timbre les era o no familiar.

Entregaron el objeto pedido.

—¿Habéis comprendido bien lo que tenéis que hacer ahora? —interrogó.

—Se trata, por lo visto —balbuceó Lefty—, de ir, sin pérdida de tiempo, al hotel mencionado en el papel que arrebatamos al mensajero.

—Precisamente. Allí hallaréis, aguardándoos, a algunos de mis hombres. Unios a ellos y matad sin compasión a todos lo que se hayan inscrito en los libros desde anoche.

Lefty y Bugs se quedaron aturdidos. Ellos no comprendían el porqué de aquella matanza general.

—Pero…

—Es evidente que las palabras del dictáfono interceptadas por vosotros, eran órdenes de Doc Savage a sus hombres —explicó el enmascarado, sonriendo detrás del pañuelo—, y puesto que llegó anoche a Nueva Orleans, es seguro que sus hombres arribaron poco después. Despachando a los viajeros recién llegados al hotel, podemos estar seguros que les quitamos de en medio.

—Pero, ¿cómo son? ¿Cuántos son los auxiliares de Doc Savage? —interrogó Bugs, con sorna.

—¡Lo ignoro! —susurró el enmascarado—. En el intento de averiguarlo he agotado mis energías. Lo mismo pueden ser dos que ciento; Hombres que mujeres… ¡Ah, qué idea! ¡Matad también a las mujeres que se hallen en iguales condiciones! ¡Suprimamos estorbos!

Bugs y Lefty cambiaron una mirada significativa. La conversación aclaraba un punto.

¡El enmascarado era el Araña Gris!

Con sus propias manos se encargaba de aniquilar al hombre de bronce que encarnaba Doc Savage.

—¡Id!— les ordenó.

La digna pareja giró sobre sus talones, corrió hacia el ascensor. El mismo demonio quedaba a su espalda, espiaba sus movimientos desde detrás de la mirilla. Acababa de conocer al jefe y le temía más que nunca.

—Imbéciles —murmuró tras de su máscara el Araña—. Van a despertar sospechas con tanta precipitación. Su misma estupidez les convierte en una amenaza. Tendré que sumarles a la colección de juguetes que alberga el castillo del Mocasín, pero más adelante. Antes quiero que lleven a cabo la tarea que les he encomendado.

Cerró la mirilla y atravesó el despacho de Haas llevando en la mano el flamante maletín. No se quitó el pañuelo de la cara. Andaba con el cuerpo inclinado y cojeaba exageradamente.

Mas todo era fingido. De haber entrado inesperadamente alguien en el despacho le hubiera sorprendido en aquella actitud y desde luego no le hubiera reconocido, que era lo que él deseaba.

Además iba preparado para el caso de que se diera tal coincidencia. Su mano empuñaba un revólver.

Los agujeros abiertos en la seda del pañuelo fueron aplicados al ojo de la llave de la puerta de escape y sonó un ruidillo particular como si lo que veía obligara a reclinar los dientes al Araña Gris.

Majestuoso cual imponente estatua de bronce ocupaba Doc Savage, en aquellos momentos, dentro del despacho de Eric, una silla colocada junto a la ventana.

Un rayo de sol iluminaba de soslayo los rasgos característicos de su semblante.

Continuas chispas doradas brotaban de sus pupilas centelleantes como aguas de una laguna removida a plena luz.

Eric el Gordo, Edna y Ham ocupaban sendos sillones. Ninguno de los tres se hallaba separado de Doc por un metro de distancia.

Ham había recuperado el estoque perdido durante el asalto de los hombres-mono a la mansión de Eric y lo balanceaba distraídamente entre dos dedos.

El grupo hablaba en voz baja. Edna y su padre daban a Doc detalles respecto al Araña Gris que hasta entonces no habían podido referirle. También se discutía entre los cuatro las frases más notables de la situación.

—Horacio Haas no ha sido atacado por el Araña Gris, según se desprende de su relato —observó Doc después.

—Ni una sola vez —reconoció el gordo Eric.

—De manera, que si perecieran ustedes dos, la presidencia de la compañía vendría a recaer en la persona de su socio…

Eric asumió la actitud de la que recibe un bofetón. Su cara ancha se tiñó de rojo.

—Horacio Haas será quizás un imbécil y un despilfarrador —replicó—, pero apostaría la cabeza a que no es capaz de tocarnos ni, a mi hija ni a mí, un pelo de la ropa. ¡Él nos es el Araña Gris!

—No sea precipitado en sus conclusiones —le advirtió secamente Doc Savage.

—El Araña Gris piensa, tal vez, en quitar a ustedes dos de en medio para que la presidencia recaiga en Horacio Haas. Entonces le dominará por el terror. Creo que convendrá conmigo en que Haas no se distingue, precisamente, por su firmeza de carácter y le meterá en un puño, mucho me lo temo.

Reflexionó un instante Eric el Gordo y replicó al cabo:

—Sí. ¡Así debe de ser!

El sonido particular se escapó otra vez de los dientes ocultos bajo la máscara y el Araña Gris abrió con súbito arranque el maletín y se calzó unos guantes grises.

El contenido del maletín consistía en un pequeño recipiente de acero al cual iba unido un tubo de goma poco más grueso que un lápiz y de unos pies de longitud.

—¡Gas venenoso! —exclamó entre dientes el Araña acariciando el recipiente— de la misma clase que aquel del que escaparon cuando lo soltó mi aeroplano sobre su nave aérea. ¡Pero esta vez no lo evadirán! La más leve aspiración ocasiona la muerte. Incluso su contacto acarrea funestas consecuencias.

Insertó el tubo de goma en el ojo de la llave y abrió una espita en el recipiente de acero. Sometido a una elevada presión el gas salió con silbido penetrante.

El Araña abandonó apresuradamente el despacho.

El silbido aumentó en intensidad. Tan grande era la velocidad con que salía el gas del depósito que se vació en un instante, todo él, en el despacho de Eric, donde permanecían sentadas las cuatro futuras víctimas.

Por fortuna la nube mortífera no envolvió a Doc ni a sus amigos. Se interpuso entre ellos y la puerta que se abría al pasillo. Ninguno de ellos se atrevió a atravesarla.

Les quedaba la ventana, más ¿cómo salir por ella? Abajo estaba la calle.

Una caída desde el piso décimo hubiera sido mortal.

El sorprendente desarrollo muscular de Savage le permitía subir y bajar por una pared de ladrillo con la misma rapidez con que un hombre cualquiera ascendería o descendería por una escalera.

Pero el edificio de la compañía maderera había sido construido con bloques de níveo mármol pulimentado, cuyas junturas eran apenas perceptibles a simple vista.

¡Ni siquiera Doc hubiera podido asirse a aquella pared tan lisa!

Con todo, no tenían otro medio de escape que el que les ofrecía la ventana.

Unos brazos musculosos, atezados, se asieron a su marco una décima de segundo después de dejarse oír el silbido del gas y la voz potente de Doc resonó en la habitación.

—¡Vivo! —ordenó—. ¡Poneos de pie sobre el alféizar!

Edna y Eric el Gordo se encaramaron a él sin pérdida de tiempo. Ham les siguió. Como tenía apenas dieciséis centímetros de ancho se vieron obligados a agarrarse a todo saliente con que tropezaban las puntas de sus dedos.

—¡Será inútil cuanto hagamos! —gimió el gordo Eric—. ¡Ese gas infernal se colará por el intersticio que deja el marco de la ventana y le aspiraremos! Las maderas no encajan bien. A menudo, estando cerradas, siento pasar por ellas un soplo de aire.

Fue el agudo ingenio de Doc el que solucionó el problema.

Sobre la gastada mesa de despacho había visto un tarrito lleno de blanco engrudo o pasta. Se apoderó de él y se reunió con sus amigos sobre el alféizar de la ventana y cerró ésta.

Con rápidas pinceladas extendió después la pasta sobre las ranuras de la ventana dejándolas bien tapadas y cerró aquélla.

—¡Eso se llama obrar con rapidez! —dijo, admirado Eric—. Mas, decidme por qué no se ha intentado atravesar la nube de gas y salir por la puerta al pasillo.

—Es muy sencillo: no lo hemos hecho porque no sólo hubiera sido peligroso aspirado sino también tocando nuestra piel —explicó Doc—. Sospecho que ese gas es parecido al terrible gas-mostaza empleado durante la guerra mundial de 1914.

Rápidamente se aproximó a un extremo del alféizar y miró hacia abajo.

La ventana más próxima distaba de él más de metro y medio y entre las ventanas la pared era lisa como un cristal.

Pero valiéndose de los tendones acerados y elásticos de sus piernas y el movimiento de vaivén de sus brazos saltó Doc de través. Ningún otro mortal hubiera podido salvar un trecho así sin caer a la calle.

Pero su cuerpo bronceado trazó una curva ascendente, sus dedos vigorosos tocaron el alféizar de la ventana, se asieron a él…

¡Estaba a salvo!

Todo ello sucedió antes de que sus amigos exhalaran un grito de sorpresa.

—¡No os mováis! —les recomendó.

Al aparecer, como por ensalmo, junto a la mesa escritorio ocupada por una mecanógrafa de rostro pecoso, que mascaba, despreocupada, un chicle, la alarmó de tal modo que el bombón se le atravesó en la garganta.

Todavía tosía cuando Doc atravesó la pieza y salió al corredor ¡Para siempre guardaría en la memoria aquel episodio de su vida!

Ya en la calle estuvo Doc vigilando la puerta de entrada del edificio. Nadie atravesó sus umbrales que le pareciera sospechoso.

Al volver al décimo piso reparó en Silas Brunnywell, el tenedor de libros, que ocupaba una especie de cubículo reducido desde el cual divisábase la puerta del despacho de Horacio Haas.

El viejo Silas doblaba la espalda sobre sus libros en aquellos momentos.

—¿Has visto salir de su despacho a mister Haas? —le preguntó.

El vejete se quitó los lentes y replicó frotándose los párpados enrojecidos:

—No señor. Debe estar aún en él. Estoy seguro de ello, porque hace cinco minutos, sobre poco más o menos, vi abrir la mirilla de su puerta y dos hombres le alargaron un maletín.

—¡Descríbamelos! —le ordenó Doc.

Silas le hizo la descripción exacta de Lefty y Bugs, a quien Doc identificó en el acto por haberle hablado de ellos Eric el Gordo.

—¿De modo que mister Haas está todavía ahí dentro? —preguntó con sombrío acento.

—Estaba hace unos minutos. Ignoro si continúa en el despacho, pues no veo a todo el que sale o entra. Hay ocasiones en que el trabajo absorbe toda mi atención.

Doc se situó de un brinco junto a la puerta. La abrió. Adoptaba ciertas precauciones, pues no sabía qué género de muerte podía acecharle desde el otro lado. Mas no había motivo para tanto cuidado.

El despacho estaba vacío. Doc vio el depósito del gas en seguida.

Cerró la espita, tomó una cuerda, subió al tejado y desde allí rescató del alféizar de la ventana a Eric, Edna y Ham.

Los cuatro sostuvieron un serio conciliábulo en el despacho de Haas.

—El amigo de Horacio me da que pensar —observó el brigadier entre dientes.

—¿Crees que ha sido él quien ha abierto la espita del gas? —tartamudeó Eric.

—¿Qué crees tú?

—¿Yo…? pues…, no sé —replicó Eric, haciendo una pausa después de cada palabra—. Me duele pensar que haya cometido una acción tan abominable. Sin embargo, ¿qué hace en la calle a estas horas?

¡Qué coincidencia! Horacio Haas penetró en el despacho apenas expiró en sus labios la última palabra de su réplica a Ham.

Venía desanimado, como perro a quien acaban de pisar el rabo, y su andar era menos vivo que en otras ocasiones. Al ver en su sanctum a Doc y sus amigos se sobresaltó visiblemente. —¡Ah!… ¡Hola! —dijo.

Eric fue derecho al grano.

—¿Dónde diantres estabas metido? —interrogó con su voz atronadora.

Horacio se puso rojo de ira.

—Te importa poco —repuso—. ¿Desde cuando me llevas atado a los cordones de tu delantal?

—Quizás le interese saber, prudente caballero —indicó Ham— lo que aquí ha sucedido hace un instante. Sepa que se ha atentado contra nuestras vidas desde este mismo despacho, y… ¡seamos francos!… todas nuestras sospechas recaen sobre su persona.

Esta brusca declaración produjo hondo efecto en Horacio Haas.

Enrojeció más, si cabe, y luego palideció súbitamente. Su mano enjoyada buscó a tientas una silla y se dejó caer en ella.

Doc Savage espiaba sus movimientos. O el hombre era un actor consumado o estaba realmente anonadado por la acusación.

—¿Sobre mi persona? —repitió—. ¡Oh!… Mejor será que les diga dónde estaba —sacó un pañuelo rojo, de seda, del bolsillo y se enjugó la frente.

—Hace poco me llamaron por teléfono —explicó después—. Era una… señorita…

—¿De veras? —dijo Eric, interrumpiéndole—. ¿No sería una corista, una dama zarina de poca monta?

Horacio retrocedió como si le acabaran de dar un bofetón.

—No… Es decir: Sí. Era una señorita del coro… o por lo menos eso dijo ella. Quedé en encontrarme con ella en el bar de la esquina. Salí del despacho…

—¿No te da vergüenza? ¡A tus años!… —comentó interrumpiéndole de nuevo Eric el Gordo—. No sé si levantarme y darte un puntapié en… salva sea la parte.

—Mas no la hallé —concluyó desesperado Horacio Haas—. Aguardé algún tiempo y en vista de que no llegaba decidí que se habían reído de mi y… ¡aquí estoy!

Eric el Gordo prorrumpió en una ruidosa carcajada.

—Te han jugado una mala pasada —observó luego—. Y mientras estaba ausente atentaron contra nuestras vidas. Yo veo en ello la mano de una misma persona. ¿Qué te parece? —agregó, volviéndose a Doc—. ¿No opina usted lo mismo?

Doc no poseía pruebas de la culpabilidad de Haas… ni tampoco estaba seguro de su inocencia, por lo cual replicó sin comprometerse:

—Es muy posible.

Giró sobre sus talones y tomo el auricular del teléfono. Deseaba asegurarse de que las placas del dictáfono habían llegado sin novedad a su destino. Mas recibió malas noticias de la central de telégrafos donde había alquilado al mensajero.

—¿Qué? —preguntó, asombrado—. ¿Dice usted que asaltaron y robaron al chico por el camino? ¡Pero, eso es espantoso!

Sus doradas pupilas se posaron sucesivamente en sus compañeros.

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