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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (4 page)

BOOK: Adorables criaturas
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La inglesa había hecho aparición bajo un sonoro arco triunfal de ronquidos que brotaba del oscuro interior del coche. Trastabilló un poco al descender la escalerilla. Llegaba entre vahídos, casi ahogada con su propio pañuelo; apenas si había respirado para evitar el mal olor. Elena asomó tras ella, su carita ufana como una rosa bañada por el rocío. Se lo estaba pasando en grande y remedó los mohínes de la infeliz gobernanta mientras saltaba al suelo con comicidad payasa.

Ya en tierra firme, miss Lucy decidió que le correspondía reasumir el mando. Dio unos pasos y respiró a fondo para que el aire fresco de la tarde la oxigenara. Nunca lo hubiera hecho, el severo corsé que llevaba abortó ya la primera inspiración dejándola boqueando y sin aliento. De nuevo le dio un vahído, ahora sí definitivo. Macario tuvo el tiempo justo de saltar del pescante y agarrarla con las dos manos por la cintura, igual que a un jarrón de flores marchitas a punto de desplomarse. Aprovechó la ocasión y se pegó a Rita para sisearle que lo que la
miss
necesitaba era un aflojamiento de faja, en sentido literal y figurado. Pero ella le acalló con un siseo y ordenó a las niñas que prepararan una taza de té bien cargado, aquel remedio raro pero infalible de la inglesa ante cualquier contratiempo. La desfalleciente asintió, agradecida. Y así, alelada, flanqueada por dos adolescentes medio muertas de risa, se la llevó el cochero para adentro casi en volandas.

Desde el piso alto de la casa llegó un grito hambriento del recién nacido. En el interior del coche, el hijo de la aldeana simpatizó con el llamado y arrancó también a llorar. Se oyó un gruñido malhumorado, un cuerpo moviéndose entre sueños. Luego regresaron los ronquidos. Era una desfachatez y Rita estaba por intervenir pero el hombrecillo, aligerado por la transitoria debilidad y consecuente desaparición de la institutriz (más la del cochero), se le adelantó. Sintiéndose dueño de la situación, bajó del pescante, se eclipsó en el interior cavernoso del carruaje y a grito pelado largó una parrafada en gallego. Se acallaron los ronquidos y cesó el llanto del bebé. El hombrecillo bajó a tierra, circunspecto y simulando una autoridad que estaba muy lejos de ser real, pues aún transcurrieron un buen par de minutos antes de que la campesina se dignara salir. Por fin, precedida por un penetrante hedor que ni el airecillo fresco que corría consiguió disipar, descendió del vehículo con el hijo en brazos. Lenta, impertérrita y majestuosamente sucia. La cocinera la miró, la olió, dio un paso atrás y soltó un «Ave María Purísima» que lo decía todo.

La muchacha sin nombre

Al coro de chapoteos, respiraciones aceleradas y risitas sofocadas se sumaba el rumor del agua que llegaba del exterior. Volvía a llover.

La humedad y un espeso vaho cegaban por completo la habitación abuhardillada del piso alto. En ocasiones se abrían algunos jirones de vapor que dejaban ver retazos de lo que sucedía. Las figuras femeninas acarreaban cubos, trapos y toallas. Surgían de la niebla, volvían a adentrarse en ella.

Toda la acción gravitaba alrededor de una gran tina de hierro colocada en el centro del cuarto. La recién llegada estaba dentro de la pila, en pie y desnuda. A su alrededor, Rita y las dos jóvenes criadas giraban como satélites en un constante trasiego de agua, jabón y piedra pómez. En segunda línea de rotación, miss Lucy se conducía como un astro solar. Iluminaba aquí, instruía allá, apuntando una zona y otra de aquella carnalidad estatuaria que se levantaba en medio de la estancia. Mientras daba órdenes acunaba con ternura compasiva al niño. Lo habían lavado y ahora dormitaba, arropado entre paños blancos. Era un bebé sano y hermoso, pero nada de ello le serviría de mucho. Su destino estaba marcado, a saber en qué manos iba a caer.

Las mujeres llevaban un buen rato rascando y frotando, y la faena no tenía fin. Cada dos por tres traían agua nueva y limpia, pero en cuestión de segundos se oscurecía y espesaba como el chocolate. La suciedad de la forastera tenía larga solera, bajo cada capa de mugre se revelaba otra, y luego otra y otra. Y eso por no hablar de la mata de pelo. Estaba tan pegoteada de nudos que primero hubo que recortarla por algunas partes y luego echarle litros de aceite para desenredarla toda. Sólo entonces pudieron lavarla y peinarla.

Mientras tanto, la protagonista del trajín permanecía ajena al revuelo que generaba. Se comportaba con notable distanciamiento. Su desnudez no la incomodaba pero tampoco cabía decir que su actitud fuera impúdica. Simplemente estaba allí; allí la habían puesto y allí se había quedado. En lo que respecta al baño, actuaba con la misma pasividad, ni se oponía ni ayudaba. Hubo que levantarle los brazos para limpiarle las axilas, y separarle las piernas para hacer lo mismo con el sexo. Todo ello era fatigoso para la cocinera, pero divertido para Elena y Juana. La enjabonaban y enjuagaban como si estuvieran manipulando un monigote.

—¿Cómo te llamas? —gorjeaba una.

—¿Por qué no dices nada? ¿Acaso no tienes nombre? —decía la otra, pellizcándole, juguetona, un brazo.

—El gato se le comió la lengua. No tiene nombre y no puede hablar, no puede hablar… —canturreaba la primera.

—No tiene nombre. Y no puede, no sabe, no quiere hablar…

Cantaron las dos mientras le hacían cosquillas y le tiraban un poco del pelo. Era un juego carente de malicia pero Rita se estaba hartando. Empapada y agobiada por el esfuerzo, sentía que su mercurio escalaba puntos. Se desfogó soltando un par de collejas indiscriminadas que sólo azotaron aire y humedad.

—Basta ya, niñas. —El fuerte acento inglés de miss Lucy subrayó con firmeza la orden.

La institutriz, que no se había visto desnuda ni en la soledad de su propio dormitorio, estudiaba a la chica con creciente aprensión. Su neutralidad le parecía antinatural. Lo cierto es que seguía impasible, los ojos bajos, el cuerpo anclado en la tina como si hubiera echado raíces en el acero. Al lado de la extroversión inocente de las criadas, su hermetismo se hacía aún más patente. Ni siquiera sabían cómo se llamaba. A miss Lucy se le ocurrió que sería algo obtusa, quizá un poco retrasada mental. La idea era consoladora y se dejó tentar por ella.

Poco a poco, agua, esfuerzos, estropajos y jabón cumplieron su cometido. La piel de la chica emergió pura y blanca, igual que nata recién batida, algo insólito en quien seguramente había estado la mayor parte de su vida al aire libre. La mata de pelo también se reveló sorprendente. Lisa y espesa, le llegaba más abajo de la cintura y tenía suntuosos reflejos de color trigueño.

La muchacha no era gruesa pero sí de formas amplias, configuradas para la maternidad y el trabajo físico. Caderas muy marcadas, piernas firmes y rectas como troncos, muslos y brazos redondeados, musculosos y fuertes. Toda ella semejaba una yegua de tiro, apretada y dura. Sólo los pechos, grandes y entreverados de venillas azules, habían cedido a la ley de la gravedad, seguramente por el peso de la gran cantidad de leche que cargaban.

La tarde seguía de perros, la tormenta arreciaba. Las palmeras del jardín bailaban y se plegaban al son del desapacible anochecer. En el interior ya casi no había luz natural cuando un súbito tornado en miniatura abrió de golpe y porrazo las ventanas. Las hojas de madera rebotaron contra la pared y las niñas soltaron chillidos de falso susto seguidos de risitas. El aire de la noche apuñaló la habitación y se tragó el púdico velo de vaho que había cubierto la escena.

Un relámpago iluminó la buhardilla con destellos de claridad acuática. Había caído muy cerca, los cimientos de la casa vibraron con estruendo. La tina se encendió y durante unos segundos la silueta nívea de la recién llegada fue una espectral antorcha azul. Entró una ráfaga violenta de viento. El larguísimo pelo rubio se estremeció y levitó, flotó unos segundos y luego se enroscó en el cuerpo desnudo. El violento bufido de la naturaleza insufló un breve aliento de vida en la campesina. Despertó de su letargo, levantó los ojos y los clavó en las mujeres que la lavaban. Ninguna de ellas supo descifrar su color. Oscilaba entre el verde profundo de una balsa infestada de algas y el gris tormentoso de un acantilado. Pero su expresión impenetrable disipó por completo la animación pueril de las dos jovencitas. Ambas callaron atemorizadas, ahora sí de veras.

Una fuerza amenazadora había entrado en el hogar y los afinados sensores de las adolescentes la captaron de inmediato. Se arrimaron la una a la otra tratando de acercarse a la sombra protectora de sus mayores, pero miss Lucy y la cocinera batallaban con los batientes de la ventana, que se negaban a cerrarse. Para colmo, la noche se les venía encima y el trabajo extra que les estaba dando la recién llegada había retrasado las tareas habituales de la casa. Encender las lámparas era responsabilidad de las jóvenes y éstas obedecieron la orden con alivio. No deseaban otra cosa que volver a sus inocuas rutinas.

Comenzaron su recorrido cargadas con velas, lumbre y el escabel que usaban para prender las tulipas más altas. Después de iluminar escalera y corredores entraron en el salón.

Las lámparas de aceite chisporrotearon en las vasijas de cristal y las aves del paraíso aletearon, expectantes. En noches normales la habitación se llenaba de palabras, música y risas. Si la dueña de la casa estaba de humor les daba frutas y golosinas, y les rascaba el pescuezo, algo que las dejaba turulatas de placer. Pero llevaban unos días en los que nadie les hacía caso, y eso no les agradaba. Habían discutido con acritud entre ellas; por la comida, por el agua, por quién iba a ocupar la barra alta o la baja de la jaula. Abreviando, estaban de pésimo talante. Y cuando la mano de Juana se metió entre los barrotes para hacerles una caricia, le soltaron un picotazo sincronizado que los escurridizos dedos casi no lograron esquivar. Las niñas adoptaron una pose seria y las riñeron en el mismo tono entre maternal y enojado que la cocinera usaba con ellas. Los volubles pájaros se dieron por satisfechos, por fin habían conseguido que alguien les prestara atención. Volvieron a sus habituales runruneos y hasta se dedicaron algún que otro arrumaco hipócrita.

A esa hora los caballeros solían tomar su aperitivo en la biblioteca, y ese día no fue una excepción. Para las dos doncellitas, el amo y el médico encarnaban el no va más del conocimiento, y de haber tenido noticias del Olimpo allí los habrían entronizado. Pasar cerca de ellos, escuchar retazos de sus conversaciones, las hacía sentir partícipes de un mundo complejo e inaccesible. Desde luego, no comprendían una sola de sus palabras, pero eso las admiraba más aún si cabe; creían a pies juntillas que una jerga tan ininteligible necesariamente debía esconder muchísima sapiencia. El respeto que les profesaban se extendía a sus accesorios —libros, colecciones, papeles—, de ahí que, estuvieran o no de cuerpo presente, siempre se deslizaban por la habitación de puntillas, como quien visita la capilla del Altísimo. Ese atardecer lo hicieron con tanta cautela que su sigiloso paso no dejó otra huella que la de las lámparas encendidas. Ya iban a retirarse cuando, tras un par de discretos toques, la puerta de la habitación se abrió.

El examen médico

—Ah. Aquí tenemos a nuestra nodriza. —El doctor Samuel hizo un gesto ampuloso y se levantó trabajosamente de un sillón que, a fuerza de acogerle, se había convertido en un vaciado de sí mismo.

Miss Lucy había hecho entrar a la campesina. Tenía un aspecto inmaculado, llevaba una camisola de lino y le habían recogido el pelo en una trenza atada con una lazada blanca. Tras ella, conteniendo su ansiedad, venía el hombrecillo. Se había aseado e hizo su entrada adoptando aires de suficiencia profesional con los que esperaba impresionar. Venía más que dispuesto a iniciar una tanda de reverencias pero no encontró a quién dirigirlas. El dueño de la casa estaba de espaldas a ellos, concentrado en una de las estanterías atestadas de libros.

Las criaditas se hicieron las remolonas, pura curiosidad, hasta que una clara seña de la institutriz las obligó a salir con presteza. La biblioteca se clausuró tras ellas.

El médico se había aproximado a la muchacha y la revisaba de la cabeza a los pies con expresión calibradora. El hombrecillo, que continuaba sin saber a quién dirigirse, se armó de coraje y le abordó.

—Doctor —arrancó con entusiasmo impostado—. Es una hembra magnífica…

Pero el médico le interrumpió sin miramientos:

—Déjate de cantinelas. Veamos qué nos has traído.

El dueño de la casa cogió un libro, se dirigió al sofá y se puso a leer, tan ausente como si en la habitación no hubiera una alma. El hombrecillo le miró con melancolía; hubiera preferido mil veces tratar con el educado señor que con el matasanos, al que sabía correoso.

Samuel apuntó una silla y pidió a la campesina que se sentara. Ella le miró con ojos vacíos y se quedó donde estaba. El doctor repitió pacientemente la orden pero la chica ni se inmutó, era obvio que no comprendía lo que se le estaba diciendo. Alarmado por el sesgo que tomaban las cosas, el hombrecillo intervino:


Séntate alí
—le espetó con sequedad.

La siseante música galaica irritó sobremanera al doctor.

—Ni siquiera habla español. Ya te la puedes llevar ahora mismo.

Habló enfurecido, dirigiéndose al hombrecillo con ademanes teatrales; exagerar su descontento estipulaba un agravio sobre el que negociaría rebaja en el precio de la chica. Pero León se inmiscuyó arruinándole la estrategia.

—Tampoco habrá mucho que hablar.

El asunto, un mero trámite doméstico, le resultaba tedioso, deseaba que se liquidara con prontitud.

El médico gruñó, le hubiera gustado seguir luciéndose con una buena disputa; cuestión de prurito personal, se consideraba un negociador astuto. Pero la muchacha ya estaba sentada en la silla y su labor era hacer un examen médico. Acercó una lámpara y desabrochó su maletín sin dejar de refunfuñar. Interesaba mantener vivo el mal humor para ir minando las defensas del adversario.

Abrió primero la boca de la chica, acercó un cristal de aumento y observó detenidamente la dentadura. Pese a sus condiciones de vida, la maldita conservaba sanas todas las piezas. Una auténtica proeza, pensó con envidia, a él le quedaban poquísimas en semejante estado y muy pronto tendría que recurrir a las execrables castañuelas, algo que repugnaba a su vanidad. Tras esta pequeña digresión conmiserativa volvió a su labor. Aproximó su rostro hasta casi tocar el de ella, entrecerró los ojos y se concentró en lo que sentía su nariz. Después se irguió sin poder ocultar cierta satisfacción.

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