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BOOK: ¡Acabad ya con esta crisis!
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Uno de los participantes, Mark Thoma, de la Universidad de Ore-gón —que mantiene el influyente blog
Economist’s View
>— bromeó, tras escuchar varios de los debates, diciendo que «el nuevo pensamiento económico significa leer libros viejos».

Como otros corrieron a señalar, la idea tenía su gracia; no por ello falta una buena razón para que los libros viejos estén de nuevo en voga. Sí, los economistas han desarrollado algunas ideas nuevas después de la crisis financiera. Pero cabe defender que el cambio más importante en la forma de pensar —al menos, entre aquellos economistas que están algo dispuestos a reconsiderar sus puntos de vista a la luz del desastre actual, un grupo más reducido de lo que uno habría deseado— ha sido la apreciación renovada por las ideas de economistas del pasado. Uno de estos economistas del pasado es, naturalmente, John Maynard Keynes: vivimos, de forma reconocible, en la clase de mundo que describió Keynes. Pero otros dos economistas estadounidenses ya fallecidos también han vuelto, intensa y justificadamente, a un primer plano: Irving Fisher, coetáneo de Keynes; y un candidato muerto en fecha más reciente, Hyman Minsky. Lo que hace especialmente interesante el nuevo relieve de Minsky es que, en vida, no estaba lejos de ser una figura apartada y marginal. ¿Por qué, entonces, tantos economistas —incluidos, como se ha visto en la cita inicial, máximas figuras de la Reserva Federal— invocan ahora su nombre?

LA NOCHE EN QUE RELEYERON A MINSKY

Mucho antes de la crisis de 2008, Hyman Minsky estaba advirtiendo —ante una profesión, la de los economistas, que lo recibió esencialmente con indiferencia— no de que podría ocurrir algo semejante a esta crisis, sino de que
iba
a ocurrir.

Pocos le prestaron oídos en su momento. Minsky, que daba clases en la Universidad de Washington en San Luis (Misuri), fue una figura marginal a lo largo de toda su vida profesional y murió, sin perder esta condición, en 1996. Para ser sincero, la heterodoxia de Minsky no fue la única razón por la que fue ignorado por la corriente dominante. Sus libros, por decirlo suave, no son una lectura fácil; las flores de brillante perspicacia se diseminan poco generosamente entre hectáreas de prosa recargada y álgebra innecesaria. Y también proclamó sus alertas con excesiva frecuencia: para parafrasear un viejo chiste de Paul Samuelson, predijo unas nueve de las tres últimas grandes crisis financieras.

Sin embargo, estos días muchos economistas —incluido, sin ninguna duda, el que esto escribe— reconocen la importancia de una hipótesis de Minsky, la «hipótesis de la inestabilidad financiera». Y los que —como, de nuevo, el que esto escribe— hemos llegado relativamente tarde a la obra de Minsky desearíamos haberla leído mucho antes.

La gran idea de Minsky fue centrarse en el «apalancamiento»
(leverage)
: la acumulación de deuda en relación con los activos o los ingresos. En los períodos de estabilidad económica, decía el autor, el apalancamiento se incrementaba, porque todo el mundo mira con displicencia el riesgo de que el deudor no sea capaz de devolver lo prestado. Pero este ascenso del apalancamiento, a la postre, genera inestabilidad económica. De hecho, prepara el terreno para una crisis económica y financiera.

Veámoslo por pasos.

En primer lugar, la deuda es algo muy útil. Seríamos una sociedad más pobre si todo el que deseara comprarse una casa tuviera que pagarla en metálico; si todo propietario de un pequeño negocio, buscando su expansión, tuviera o bien que pagar esa expansión de su propio bolsillo o bien admitir socios adicionales y no deseados. La deuda es una manera en la que quienes ahora mismo no pueden dar buen uso a su dinero pueden poner ese dinero a trabajar, a cambio de un precio, al servicio de los que sí pueden darle buen uso.

Además, en contra de lo que quizá pudiera pensar el lector, la deuda no empobrece a la sociedad en su conjunto: la deuda de una persona es el activo de otra, por lo que la riqueza total no se ve afectada por el total de deuda en circulación. Estrictamente hablando, esto solo es cierto para la economía mundial en su conjunto, no para cada país por sí solo; así, hay países cuya deuda internacional es mucho mayor que sus activos internacionales. Pero a pesar de todo lo que usted pueda haber oído sobre tomar dinero prestado a China y demás, esto no es así en el caso de Estados Unidos: nuestra «posición en inversión internacional neta» (la diferencia entre los activos y los pasivos exteriores) es negativa por «tan solo» unos 2,5 billones de dólares. Esto puede parecer mucho, pero en realidad no es mucho en el contexto de una economía que produce cada año bienes y servicios por valor de 15 billones. Desde 1980 ha habido un rápido incremento de la deuda estadounidense, pero este rápido ascenso no supone que vivamos muy endeudados con el resto del mundo.

No obstante, sí nos hizo vulnerables a la clase de crisis que estalló en 2008.

Obviamente, tener un nivel alto de apalancamiento —poseer una deuda elevada en relación con tus ingresos o activos— te hace vulnerable cuando las cosas se tuercen. Una familia que compra su casa sin aportar entrada y con una hipoteca inicial en la que solo satisface intereses se hallará ahogada y en problemas si el mercado residencial baja, aunque solo sea un poco; una familia que dio el 20 por 100 de entrada y ha estado amortizando desde entonces tiene muchas más probabilidades de sobrevivir al empeoramiento. Una compañía obligada a dedicar la mayoría de su flujo de caja a pagar deuda contraída mediante una adquisición apalancada puede irse a pique con más rapidez si las ventas fallan; en cambio, un negocio libre de deudas podría capear mejor el temporal.

Lo que puede ser menos obvio es que, cuando muchas personas y empresas tienen un gran nivel de apalancamiento, la economía en su conjunto se torna vulnerable cuando las cosas van mal. Pues los niveles elevados de deuda hacen que la economía sea vulnerable a una clase de espiral letal en la que el mismo empeño de los deudores por «desapalancarse» (reducir su deuda) crea un entorno que no consigue sino agravar su problema de endeudamiento.

El gran economista estadounidense Irving Fisher expuso la historia en un artículo clásico de 1933, titulado «La teoría deuda-deflación de las grandes depresiones». Es un artículo que, como el ensayo de Keynes con el que abrí el capítulo 2, parece escrito ayer mismo (dejando a un lado los arcaísmos de estilo). Imaginemos, dice Fisher, que un empeoramiento económico crea una situación en la que muchos deudores se ven obligados a adoptar medidas rápidas para reducir su deuda. Pueden «liquidar» (intentar vender cuantos activos tengan) y/o pueden recortar fuertemente el gasto y usar los ingresos para devolver la deuda. Son medidas que pueden funcionar, salvo cuando demasiadas personas y empresas están intentando amortizar sus deudas al mismo tiempo.

Pero si demasiados actores económicos se encuentran al mismo tiempo con un problema de endeudamiento, su empeño colectivo por salir de ese problema contribuye a su propia derrota. Si millones de propietarios en dificultades intentan vender sus casas para cancelar sus hipotecas —o, a este respecto, si los acreedores se apoderan de sus hogares e intentan vender las propiedades que han sufrido la ejecución hipotecaria—, el resultado es un hundimiento de los precios inmobiliarios, lo que ahoga a un número aún mayor de propietarios y obliga a nuevas ventas forzosas. Si los bancos se preocupan por la cantidad de deuda española e italiana que hay en sus cuentas y deciden reducir su exposición vendiendo parte de esa deuda, entonces los precios de los bonos españoles e italianos se hunden; y esto pone en peligro la estabilidad de los bancos y los obliga a seguir vendiendo aún más activos. Si los consumidores recortan drásticamente su gasto para devolver la deuda de su tarjeta de crédito, la economía se desploma, desaparecen puestos de trabajo y la carga de la deuda de los consumidores se agrava aún más. Y si las cosas llegan a un punto suficientemente malo, la economía en su conjunto puede sufrir deflación —una caída general de los precios—, lo que supone que el poder comprador del dólar sube y, por lo tanto, la carga de deuda
real
asciende incluso cuando el valor de la deuda en dólares está cayendo.

Irving Fisher lo resumió con un lema sucinto, que no era del todo preciso pero recoge la verdad esencial: «Cuanto más pagan los deudores, más deben». Defendió que esto es lo que había pasado, en realidad, por detrás de la Gran Depresión: que la economía estadounidense entró en recesión con un nivel de deuda sin precedentes, que la hizo vulnerable a una espiral descendente y autorre-forzante. Me caben pocas dudas de que estaba en lo cierto. Como ya he dicho, su artículo se lee como si hubiera sido escrito ayer; es decir, la explicación principal de la depresión que estamos viviendo ahora es una historia similar, aunque menos extrema.

EL MOMENTO DE MINSKY

Déjenme intentar otro lema sucinto, similar al de Fisher sobre la deflación y la deuda, con un lema —igualmente impreciso, pero confío que sugerente— sobre el estado actual de la economía mundial: ahora mismo, «los deudores no pueden gastar y los acreedores no quieren gastar».

Es una dinámica que se percibe con toda claridad si uno mira a los gobiernos europeos. Todas las naciones más endeudadas de Europa —todos los países que pidieron prestado mucho dinero durante los buenos años previos a la crisis (en su mayoría para financiar el gasto privado, no el gubernamental, pero dejemos esto de lado por ahora)— se enfrentan ahora a crisis fiscales: o bien no pueden pedir dinero prestado, o bien solo lo consiguen a tasas de interés extraordinariamente elevadas. Hasta ahora han conseguido no quedarse con los bolsillos vacíos, literalmente, porque de varios modos las economías europeas más fuertes y el Banco Central Europeo han estado canalizando préstamos en su dirección. Ahora bien, esta ayuda venía con condiciones: los gobiernos de los países endeudados se han visto obligados a imponer salvajes programas de austeridad, recortando drásticamente incluso en los conceptos básicos, como la atención sanitaria.

Sin embargo, los países acreedores no están compensando con incrementos de gasto. De hecho, inquietos por los riesgos de la deuda, ellos también están desarrollando programas de austeridad, aunque más suaves que los de los países endeudados.

Así ocurre con los gobiernos europeos; pero también se está desarrollando una dinámica similar en el sector privado, tanto en Europa como en Estados Unidos. Fijémonos, por ejemplo, en el gasto de los hogares estadounidenses. No tenemos información directa sobre el modo en que hogares con distintos niveles de deuda han variado su gasto; pero según han señalado los economistas Atif Mian y Amir Sufi, en el nivel de los condados sí tenemos datos sobre deuda y gasto en cuestiones como casas y coches; y los niveles de deuda varían mucho entre los distintos condados estadounidenses. Sin duda, lo que Mian y Sufi han hallado es que en los condados con niveles de deuda elevados se han reducido drásticamente tanto las ventas de coches como la construcción de casas; no ocurre así con los poco endeudados, pero estos condados solo están comprando aproximadamente lo mismo que compraban antes de la crisis, de forma que, en lo que respecta a la demanda general, la caída ha sido considerable.

Y la consecuencia de esta caída en la demanda general es, como se vio en el capítulo 2, una economía deprimida y mucho desempleo.

Pero ¿por qué sucede esto ahora, en oposición a cinco o seis años atrás? Y, en primer lugar, ¿cómo ha llegado a haber tanto nivel de endeudamiento? Aquí es donde entra Hyman Minsky.

Según señaló Minsky, el apalancamiento —una deuda ascendiente, en comparación con los ingresos o los activos— va bien hasta que va terriblemente mal. En una economía en expansión con precios al alza, y especialmente con precios de activos como las casas, a los que piden préstamos les suele ir muy bien. Se compra una casa sin aportar apenas entrada y, al cabo de unos pocos años, se posee una propiedad de primer nivel, simplemente porque los precios del mercado inmobiliario han subido mucho. Un especulador compra a préstamo, el valor del bien sube y, cuanto más haya pedido prestado, mayor será su beneficio.

Pero ¿por qué los acreedores permiten estos préstamos? Porque mientras la economía en su conjunto funcione bastante bien, la deuda no parece demasiado arriesgada. Piénsese en el ejemplo de las hipotecas inmobiliarias. Hace unos pocos años, investigadores del Banco de la Reserva Federal de Boston examinaron los determinantes de los impagos de hipotecas, en los que los prestatarios no pueden o no quieren pagar. Hallaron que, mientras los precios de las casas iban en ascenso, era raro que dejaran de pagar incluso los prestatarios que habían perdido el trabajo; simplemente, vendían la casa y cancelaban la deuda. Historias similares se aplicaban a muchas clases de prestatarios. Mientras a la economía no le esté pasando nada muy malo, prestar dinero no parece muy arriesgado.

Y aquí está la cuestión: mientras los niveles de deuda sean relativamente bajos, es probable que los sucesos económicos negativos sean escasos y distantes entre sí. Por lo tanto, una economía poco endeudada tiende a ser una economía en la que la deuda parece segura; una economía en la que el recuerdo de los posibles perjuicios de la deuda se desvanece en la niebla de la historia. A lo largo del tiempo, la percepción de que la deuda es segura lleva a relajar los criterios de concesión de préstamos; tanto las empresas como las familias desarrollan la costumbre de pedir prestado; y el nivel general de apalancamiento de la economía asciende.

Todo esto, por descontado, sienta las bases de la futura catástrofe. En algún punto de la historia se produce un «momento de Minsky», sintagma acuñado por el economista Paul McCulley, del fondo de inversión Pimco. A veces también se lo ha denominado «momento Coyote Vil», por el personaje de los dibujos animados, conocido por la forma en que se despeña y queda suspendido en mitad del aire hasta que mira hacia el fondo del barranco; y, de acuerdo con las leyes de la física animada, solo entonces cae hasta estrellarse.

Una vez que los niveles de deuda son suficientemente elevados, cualquier cosa puede activar el momento de Minsky, ya sea una recisión normal y corriente, el estallido de una burbuja inmobiliaria, etc. La causa inmediata tiene poca importancia; lo importante es que los prestatarios descubren de nuevo los riesgos de la deuda, los deudores se ven obligados a iniciar el desapalancamiento y empieza la espiral deflación-deuda de Fisher.

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